Mi sobrino mayor, que está de Erasmus en Helsinki, me explicaba el otro día que, para soportar el frío (bajo cero la mayoría de los días), allí es costumbre tomar glögi, un vino caliente aderezado con azúcar y especias como clavo y canela.
Aquí somos más de tomar el vino a temperatura ambiente (no quiero ni pensar en hervir con azúcar un Priorat o un Ribera del Duero, válgame Dios). Pero la tradición del glögi me hizo pensar en una bebida similar y que tiene una historia muy bonita.
Estoy hablando del rom cremat (ron quemado), que tantas veces ansié probar de niña cuando lo preparaban en casa, en esas tardes de invierno en que el frío y la lluvia te encerraban sin poder salir. El escenario era siempre el mismo: mi tía cargaba la chimenea a tope de troncos y se afanaba a encender el fuego, mi tío traía una cazuela de barro enorme (reservada solo para el rom cremat), mi madre vaciaba dentro una botella de ron Pujol. Mi abuela añadía la piel de un limón y la de una naranja. Y a las niñas solo nos dejaban añadir la canela, el azúcar y los granos de café. "Y ahora apartaos, que esto quema", nos decían cuando le prendían fuego para empezar a quemar el alcohol.
Yo solo sé que aquello olía de maravilla. Y que me encantaba quedarme encandilada mirando las llamas del rom cremat. Bueno, y que después de un par de tazas de aquella bebida, todo eran risas y alegría. Así que, aunque no podía tomarlo, lo asociaba a tardes llenas de felicidad. Ya de mayor constaté que tal como olía, sabía. Y que con una taza de rom cremat en el cuerpo no hay frío que valga ni tristeza que se resista.
Lo mismo debían sentir los pescadores de la Costa Brava, los auténticos artífices del cremat, aunque ellos lo usaban para pasar el frío (como los finlandeses con el glögi), al salir a faenar de madrugada. Luego, el rom cremat se hizo íntimo amigo de las habaneras, esas canciones marineras típicas de la zona, y ya nunca más se han separado. La tradición manda que el rom cremat se tome poquito a poquito, a sorbitos. Y para acompañarlo, nada mejor que una coca de crema, unos buñuelos de viento o, por qué no, unas buenas torrijas.
Por cierto, lo del vino caliente no se lo inventaron en Finlandia, fueron los romanos los que lo hicieron primero y, a medida que iban conquistando territorios, se fue extendiendo por toda Europa. La tradición arraigó fuerte en los países del norte, donde el frío pega con ganas, y hoy es típico de todos los mercados de Navidad: en todos hay un puesto donde venden esta bebida que te calienta por dentro (y de qué manera). En Austria y Alemania le llaman glühwein. En Suecia y Noruega, glögg (y lo suelen servir con pasas y almendras) y en Francia, vin chaud. Pues eso, caliente, caliente.
Muchas gracias por estar al otro lado de la pantalla.
El viernes que viene, más.
Mira qué cocinamos esta semana.
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