No me han llamado mucho la atención las fotografías del emérito con Bárbara Rey. Quizás porque ya lo tenía muy interiorizado. Me ha escandalizado mucho más conocer la trastienda. Tanto es así que después de todo lo que estamos escuchando esta semana todavía no entiendo cómo hay gente que le sigue bailándole el agua al monarca. Bueno, sí que lo entiendo. Lo desarrollo ahora. El viernes me quedé pegado al programa de Santi Acosta y Bea Archidona. Salió Ángel Cristo Jr. explicando cómo se hicieron las fotos. Sostiene que las hizo él a la tierna edad de once años. Bárbara lo niega y asegura que el autor fue su hermano Salvador. Pero aparte de la intervención de Cristo me llamó muchísimo la atención lo que explicaba el periodista Javier Chicote, autor de ‘El jefe de los espías’. Habló de dos chantajes por parte de Bárbara: uno de veinticinco millones de pesetas y otro de seiscientos.
Chantajear no está bonito, para que nos vamos a engañar. Pero es todavía mucho peor cómo se resolvió el asunto. De una manera cutre, chapucera y con cargo a todos los españoles. Aquí quedan mal todos. Bárbara Rey, a la que tengo tanto cariño que quiero pensar que actuaba por un mero instinto de supervivencia. En el programa se habló de que intentaron meterle miedo para que estuviera callada y de una llamada en la que se le invitaba a un viaje con el fin último de quitársela de en medio. Ahora bien: Chicote apostilló que en toda la información de los servicios secretos que había revisado no había encontrado nada relativo a un posible asesinato. Qué monos.
Un legado cuestionable
Eran más de atemorizar. Recordemos que Corinna denunció que le dejaban mensajes en el contestador recordándole que en Mónaco había muchos túneles. Vamos, que se la podían cargar a lo Lady Di. Digo que en esta historia quedan mal todos. Bárbara, los servicios secretos y, por supuestísimo, Juan Carlos I. Ya nos han contado por activa y por pasiva que tras la transición y el intento de golpe de Estado se creyó intocable y reinó para sí mismo. Sus hagiógrafos aseguran que solo los últimos años de su reinado son los más cuestionables. Por lo que según parece quizás tengamos que echar la vista mucho más atrás. Y probablemente una revisión exhaustiva de todos los años de su reinado arrojen un resultado desolador. Los libros que se han publicado sobre este asunto han sido sospechosamente silenciados por los medios.
Los pijos y el poder
Así que tenemos pinceladas pero nos falta completar el retrato. No se hace por varias razones. Una de ellas es el cariño. Porque todavía hay muchísima gente en los círculos de poder que impedirían las publicaciones de exámenes rigurosos. Gente de cierta edad que por edad o tradición han defendido siempre a la Corona y no están dispuestos a provocar más daño a Juan Carlos. Pero la fundamental es el negocio. Tanto Alfonso XII –bisabuelo– como Alfonso XIII –abuelo– fueron unos golfos. Unos seres carentes de empatía que hicieron de su vida una fiesta mientras sus súbditos las pasaban canutas. Desde entonces hay un entramado social que dispuesto a aceptar a unos reyes indolentes, codiciosos y caprichosos con tal de no perder las prebendas conseguidas. El rey emérito se estaría, pues, beneficiando de un trato privilegiado por parte de los que controlan el cotarro. Siempre pasa igual. Lo explica de una manera magistral Raquel Pelaez en el libro ‘Quiero y no puedo’. Los poderosos se protegen entre ellos a modo de secta. No se pisan la manguera. Cuidan sus privilegios con uñas y dientes. Se acabará de quitar el velo sobre la figura del emérito cuando fallezca. Por ahora nos estamos conformando con las migajas.
Una institución risible
Mientras en España hablábamos y hablábamos sin parar sobre las fotos de Bárbara y el Rey, la reina emérita estaba de boda en Atenas. Se casaba la princesa Teodora, la cuarta hija de los reyes Constantino y Ana María. Vi repantingado en mi sofá cómo retransmitían las televisiones la llegada de la emérita y tras esta semana tan horribilis que ha pasado me parecía todo bastante ridículo. Porque ya es muy difícil tragarse una institución como la monarquía. Porque hablar en serio de algo tan etéreo como “la Corona” resulta imposible. Yo lo intento y se me escapa la risa. En un alarde de infinita generosidad podemos envainarnos la figura de Sofía pero que luego aparezcan Elena y Cristina y las sigamos llamando “infantas” de una manera tan pomposa suena ya a película mala. Creo que no podemos alargar mucho más el debate.
La mayor parte de la gente que ha hablado estos días del escándalo era, en el mejor de los casos, gente de mediana edad. De ahí para arriba. La monarquía es una institución profundamente desconectada con las nuevas generaciones. Por mucho que se empeñen en mostrarnos a Leonor como el relevo idóneo, no creo que haya gente de su edad que se vea llamándola Reina. Poca gente de su generación tendrá la oportunidad de comprarse un piso mientras ella, por el mero hecho de ser “hija de”, vivirá en un palacio.
Finiquitar la transición
La meritocracia, dicen que se llama. Ironía. Que me expliquen cómo la juventud tan comprometida y preparada que tenemos puede sentirse identificada con una persona que por su cargo no puede opinar. Es una esfinge. Claro que lo mismo es mejor que no hable, nos evitamos sustos. La brecha entre su figura y sus coetáneos es tan profunda que lo mínimo que pueden sentir hacia ella es indiferencia. La sociedad siempre va por delante de las instituciones. Ha pasado con la Iglesia, está pasando con la monarquía. La transición se acabará cuando los españoles tengamos la oportunidad de decidir si queremos reyes o no. Hemos heredado demasiados elementos de un funesto pasado y deberíamos tener la oportunidad de decidir si queremos conservarlos o desprendernos de ellos.