Cuando leí las palabras de Kiko Rivera se me erizó la piel

He tenido la suerte de tener a Concha, mi abuela materna, que valía por uno, por dos, por tres y por infinidad de cosas. Empaticé rápidamente con Kiko porque sé lo que fue y sigue significando mi abuela Concha para mí, aunque ya no esté. Siempre he dicho que era una niña diferente porque mis padres trabajaban los dos y en esa época las madres de mis amigas no solían trabajar. Por lo tanto, mi abuela ha sido una abuela madre.

Teníamos la suerte de vivir casi cruzando la calle. Solo nos separaba la acera de la malagueña calle Carretería. No sé si fue el destino o que mi madre tuvo la suerte de encontrar un piso frente al de mi abuela. Lógicamente, eso facilitó que el trato entre mi abuela, Carmen y yo fuera más cercano que con el resto de sus nietos. Hablo de los hijos de Juan, el hermano mayor de mi madre, que podían pasar más tiempo con su madre ya que no trabajaba. Ellos necesitaron menos de la abuela Concha y el resto de los nietos nacieron más tarde que nosotras.

Siempre que pienso en mi abuela me viene instintivamente una sonrisa a mi cara recordando todo lo que me cuidó, sus mimos y lo especial que era. Mi abuela, que me recogía en la parada del autobús del colegio, que me daba de merendar, que me hacía vestidos para mi muñeca Nancy, que me veía estudiar y me decía: “Hija, descansa un poco” ¡Qué grande y bonita mi abuela Concha! Era una mujer que trabajaba en casa y que también ayudaba a mi abuelo Tomás en la contabilidad. 

Mi abuela pudo estudiar un poquito y dentro de estar en casa era una mujer implicada en ayudar profesionalmente a su marido. Tengo tantos recuerdos de mi abuela sentada en su sillón de color amarillo, en esa mesita camilla después de comer cuando le decía: “Abuela, hazme cosquillitas”. No puedo evitar emocionarme y que me caigan las lágrimas por la cara al revivir estos momentos. No son lágrimas de tristeza pero sí de felicidad al acordarme de tantos instantes imborrables de mi mente.

Qué no daría yo por poder abrazarla, por tener su cariño y por disfrutar de la comida de mi abuela. Hablando de comida, siempre refunfuñaba en la cocina. Para ella nada le salía lo suficientemente bien. Hubierais flipado si hubieseis probado los platos de mi abuela. No eran nada sofisticados, pero sí era comida de casa de toda la vida, hecha con amor. Cuando me embarqué en la aventura de ‘MasterChef’ ella ha estado muy presente. Si yo sé cocinar se lo debo a mi madre y, por supuesto, a mi abuela Concha.

Mi casa ha sido un matriarcado. Mi abuela era el centro de todo y de todos. Por eso, cuando leí esas palabras de Kiko Rivera diciendo que nadie le había informado de nada y que no se iba a despedir de doña Ana se me erizó la piel. Recordé que cuando mi abuela murió estábamos en Madrid y nos fuimos corriendo a Málaga. 

A pesar de su cuerpo inerte yo pude besar a mi abuela y decirle adiós. La vi en paz con sus perlas puestas, porque sus hijos nunca quisieron quitárselas. Su alma no estaba ya, pero ella y su rostro tranquilo seguían ahí sin dolor. Por eso, entendí que Kiko necesitara verla. Eso te da fuerzas para decir se ha ido en paz. Sé que estaréis pensando: “Tenía 90 años...”, pero ¿y qué? Cuando quieres a alguien todos esos años nos parecen poco y queremos que estén con nosotros toda la vida. Mi abuela se fue a la edad de 94 y doy gracias a la vida por todos esos años. Yo hubiera querido que hubieran sido 100 años más.