La infanta Cristina ha vuelto a escena y con ella la evidencia de que la familia real tal y como la vimos y la entendimos durante décadas, ya no existe. No solo porque Cristina –y también su hermana, Elena– ya no formen parte de la representación institucional, posición que perdieron cuando pasaron de hija a hermana del Rey, sino porque, visto lo visto, la relación entre todos ellos se quebró a raíz de la implicación de la infanta y su marido en el caso Nóos.
Cristina de Borbón, que no olvidemos que, aunque fue absuelta de los delitos por los que tuvo que someterse a juicio, está a la espera de que el Tribunal Supremo modifique, y quien sabe si a peor, la sentencia de seis años y tres meses de cárcel que le cayó a su marido, Iñaki Urdangarin, acudió esta semana al funeral por una tía política del rey Juan Carlos de la que probablemente se ha hablado más estos días que en toda su vida y eso que fue extraordinariamente larga. Alicia de Borbón-Parma nació en Viena en 1917, murió a los 99 años y tenía el título de infanta de España concedido por el rey Alfonso XIII a raíz de su boda, en 1936, con Alfonso de Borbón-Dos Sicilias, hermano para más señas de la condesa de Barcelona. La señora era la abuela, entre otros nietos, de Cristina de Borbón-Dos Sicilias, íntima de la infanta Cristina.
Ya se sabe que las tensiones familiares, cuando las hay, suelen aflorar en las celebraciones conjuntas, ya sean entierros, bodas, bautizos o comuniones. Quién no haya asistido a una batalla entre cuñados, con la abuela pidiendo por favor el cese de las hostilidades, que levante la mano.
En el funeral de la infanta Alicia todo fue muy sutil pero la tensión fue evidente. La infanta Cristina no asistió solo al funeral de su tía por formar parte del club de las infantas como la fallecida, su hermana Elena, sus tías Pilar y Margarita, y también la pequeña Sofía, sino porque un acto reunía todos los requisitos que justificaban su presencia para que pudiera escenificarse delante de las cámaras el perdón de su padre, quien la saludó de forma cariñosa, y la distancia institucional con su hermano, el Rey, con quien a penas cruzó una mirada y una media sonrisa.
Que la infanta Cristina, y sobre todo su manera de afrontar todo el proceso del caso Nóos, ha causado un daño, que poco a poco empieza a repararse, a la Corona es una realidad y que la razón que precipitó la abdicación de don Juan Carlos, más que su afición a las señoras y los elefantes, fue la entrada en los juzgados de su yerno y de su hija, es indiscutible, pero ante la evidencia de que más pronto que tarde, Urdangarin entrará en prisión y Cristina necesitará de sus padres, ya ha llegado la hora de perdón.
El Rey, sin embargo, debe velar por el honor de la Corona y de hecho cuando retiró el titulo de duquesa de Palma a su hermana ya demostró que, independientemente del dolor personal que le causara la situación, primero estaba la institución. La reina Letizia no tiene los vínculos sentimentales con la hermana de su marido y puede mantenerse más firme e incluso demostrarse distante y fria, pero tampoco debería olvidar que la dignidad si no está acompañada de compasión tiene signos muy parecidos a la arrogancia y, como se dice, nadie es perfecto.