El martes fue el cumpleaños de Mila, y nos fuimos a cenar con ella, Anabel Pantoja, Cristina (mi Cristina), Rocío y yo. Hacía buen tiempo en Madrid y el cuerpo tenía ganas de airearse. Y airearse con Mila pletórica es siempre un gozo porque, cuando está de buenas, es muy divertida. Y cuando está cabreada, ya es que te descojonas. Pero no fue el caso.
Al poco rato de sentarnos, aparece Paolo Vasile, nuestro jefazo de Mediaset. Intercambiamos risas con él, y Anabel Pantoja, en un alarde de sinceridad, le suelta todo entregada: “¡Ay, qué simpático es usted! ¡Me lo imaginaba mucho más serio! Como solo lo conocía de haberlo buscado en Google”. Anabel es más naíf que un tebeo, pero ahí radica parte de su gracia.
Mientras seguimos charlando con Vasile, entra Ana Rosa Quintana con su marido, que han quedado a cenar con el jefe. Si yo tuviera que levantarme a las horas que se levanta Ana Rosa, me acostaría aproximadamente a las siete de la tarde. Pero a ella le va la marcha, y encima le sienta bien. Está guapa. Antes no entendía que siguiera dando el callo a esas horas tan intempestivas, pero ahora, cada vez, la comprendo más. Porque los años de ahora no son los de antes.
Ana Rosa y Mila están viviendo una segunda juventud. No hay más que verlas. Pero es que, además, la relatividad de la edad la estoy viviendo en mis propias carnes. Se me rifan. Me lo quitan de las manos. Ana Rosa nos hace entrega de una caja de cerezas de su finca, y yo intento preguntarle cómo hace para sacarle tanto partido al tiempo porque, a su lado, la mayoría somos unos vagos redomados.
Al ratito, se acomoda cada grupo en su mesa, y nosotros nos lo pasamos bomba. Necesitábamos desbarrar. Hablamos de todo y contra todos. Hacemos planes y acabamos comiendo más de la cuenta. Pero es que estaba todo tan bueno y encima... ¡pagaba Mila! He llegado a la conclusión –y no porque nos invitara– que Mila es sanadora, incluso cuando adopta la actitud de odiar al mundo entero y a sí misma.