El domingo voy al teatro con P. Tras la función damos una vuelta por el centro de Madrid y nos sigue asombrando la belleza de esta parte de la ciudad. Y eso que la conocemos bien, pero es que es muy bonita. No hay gente en los bares, los hoteles están cerrados, las calles desérticas. Pero ahí sigue Madrid, aguantando como puede, esperando silenciosa tiempos mejores. Que vendrán, claro que vendrán. Y volveremos a disfrutarla y a convertirla en esa capital bulliciosa y jaranera que es la envidia del mundo entero. Llego a casa y no logro entender cómo un enemigo común, el dichoso coronavirus, ha dividido tanto a la sociedad. Estoy harto de enfrentamientos. Es hora de luchar todos unidos porque de lo contrario aquí no se salva nadie. Siempre he sentido una especial atracción por la posguerra española. Me gustaban las novelas de esa época, las películas. Había mucho de heroico en esa sociedad que salía adelante en medio de tanta miseria e incertidumbre. Con el coronavirus esa atracción está desapareciendo.
Enmudezco al pensar en el miedo que estarán atravesando tantas y tantas familias por culpa de un virus que se ha cargado nuestro futuro. Quiero que volvamos a lo de antes pero mejor, más sensatos, más cuidadosos. Valorando más todo lo que tenemos a nuestro alcance. Al llegar a casa, hablo con A. y me dice que está harto de su trabajo. No tiene nada que ver con lo que ha hecho anteriormente y, encima, le ha tocado un jefe imbécil. Le aconsejo que aguante. Es época de resistir. No de dejarse pisotear pero sí de entrenar la mente para enfrentarse a gente que se va a volver idiota por tener el poder un momento tan delicado. Dar la vuelta a la tortilla. Tener la firme convicción de que otro no va a tener el poder de acabar contigo. Aguantar y no desfallecer. El martes, en una cena, alguien pronuncia esta frase de Jorge Guillén: “Cuando uno pierde la esperanza se convierte en un reaccionario”. Bajo ningún concepto quiero ser un reaccionario. Solo por eso no voy a permitirme el lujo de que me roben la esperanza.