Cuando Ortega Cano le dijo 'sí, quiero' a Rocío Jurado (y terminó equivocándose con el anillo)

Ortega Cano y Rocío Jurado se dieron el 'sí, quiero' en una boda que hizo palidecer hasta al rey Juan Carlos. Ella solo tomó un café para desayunar. Él miró al cielo en busca de lluvias. Era el 17 de febrero de 1995 y la historia no había hecho más que empezar.

JC
José Confuso

Director digital de Lecturas

Rocio Jurado Ortega Cano
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“Yo no voy a poder gastar tanto en la boda de la infanta”, contaban que bromeaba con sorna el rey Juan Carlos al comprobar el despliegue que supuso el enlace entre Rocío Jurado y José Ortega Cano. No en vano, al hoy emérito le quedaba apenas un mes para ver pasar por el altar a su hija Elena y a Jaime de Marichalar y las comparaciones iban a ser inevitables. Era febrero de 1995 y el torero y la folclórica, casi como manda la tradición, se unían en santo matrimonio ante los ojos de 1.500 invitados. Ella había tomado solo un café para desayunar. Él miró al cielo recién despertado en busca de nubes de lluvia. El país entero se paralizaba ante la segunda boda de 'la más grande'. Y eso que nadie podía imaginar lo que vendría después.

La primera vez que Ortega Cano vio a Rocío Jurado en persona no se atrevió a dirigirle la palabra. La cantante subía la madrileña calle Serrano acompañada de su madre cuando el torero, en un alarde de valentía que le duró poco, se fue detrás de ella. Acobardado -no tenía más que 18 o 19 años- dio media vuelta y dejó pasar la oportunidad. El destino le guardaba un segundo intento. Meses después, corría el año 1992, Rocío y Ortega coincidieron en la salita de espera de la consulta del doctor Mariscal, endrocrino, pese a que, según contaban las crónicas del momento, “uno de los dos no tenía cita ese día”. Pensaremos, claro, que el equivocado fue el torero. Y con razón.

“Él se enamora de Rocío y ella, de José”, recoge Marina Bernal en el libro 'Canta, Rocío, canta'. Sin apellidos. Frase que atribuye al propio Ortega Cano y que sería uno de sus mantras durante los primeros años de noviazgo. “Hasta ahora no había encontrado a esa mujer que yo necesitaba, esa mujer con la que soñaba compartir mi vida. Me enamoró su faceta de persona tímida, tierna y generosa”, expresaba arrobado a la revista Hola. El torero se había enamorado de la persona, no de la cantante, y así lo quería gritar a los cuatro vientos. Claro que uno no se casa todos los días con una primera figura de la canción.

Cuatro vestidos para una novia

“El año que Rocío se casó fue el de la cornada de Ortega Cano”. Habla Carlos Arturo Zapata, diseñador de origen colombiano encargado de vestir a Rocío Jurado para el día de su boda. “Habíamos quedado en probarlo en Cali pero finalmente me dijo que mejor se lo llevara a Cartagena de Indias, donde también toreaba Jose. Entonces tuvo la cogida y ya no pudimos probar allí”. Rocío no se separó la cama en la que reposaba el torero en ningún momento. “Pasado el peligro, llegué a España con su vestido de novia. Ella me abrazó y me dijo al oído: 'casi nos quedamos con el vestido hecho'”, explicaba el diseñador para La Razón hace ahora cuatro años.

Zapata ideó cuatro diseños para la cantante. Finalmente, Jurado se decantó por el primero. “No me importa si no soy yo quien te haga el traje porque sé que tienes muchas ofertas”, contaba Zapata que le dijo a la cantante meses antes del enlace. “En realidad, lo único que quiero es que seas muy feliz el día de tu boda. Pero te he preparado un diseño que quiero que veas”. Y dicho y hecho. Pese a que confeccionó otras tres versiones -que no era más que variaciones sobre el mismo- fue este el que encantó a Rocío. El vestido que pasaría a la historia.

Rocío Jurado Ortega Cano

Rocío Jurado y Ortega Cano, en el día de su boda

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Y Ortega Cano se equivocó con el anillo

“Rocío es ahora una chiquilla con zapatos nuevos”, aseguraba Ortega Cano acerca de la que acababa de convertirse en su mujer, según recogió la revista Hola. El torero, abrumado por la ilusión de convertirse en el esposo de Rocío Jurado, cometió error tras error a lo largo de la ceremonia. Desde situarse mal a la llegada al altar hasta equivocarse a la hora de intercambiar alianzas. Fue la cantante la que, entre risas, tuvo que señalarle el dedo donde debía depositar el anillo. “Nunca he visto a mi madre tan guapa”, declararía una jovencísima Rocío Carrasco el mismo día de la boda. Ni una palabra del que iba a convertirse en su padrastro.

“Rocío miraba amorosamente a José y éste correspondía, pero sin dejar de pelarle langostinos a su madre, quien, obviamente, no sólo acababa de ganar una hija, sino que seguía conservando a su hijo”, relataría Maruja Torres para El País. Toreros -muchos-, aristócratas y cantantes se agolparon a las puertas de la 'ermita de las vírgenes', construida tan solo dos meses antes en una de las lomas de la finca de la Yerbabuena expresamente para la ocasión, sabedores, claro, de que estaban asistiendo a una ocasión única. Los recién casados no escatimaron ni en besos, ni en brindis, ni en saludos a los presentes. Era el día más feliz de sus vidas o, al menos, eso pensaban en aquel momento.

El futuro se esperaba complicado

“Soy todo lo feliz que se puede ser, pues nadie, creo yo, lo es completamente”. Pese al momento que estaba viviendo, ilusionada, enamorada del hombre que tenía al lado, Rocío Jurado reconocía sentir un punto de tristeza. “Tengo muchas preocupaciones, y eso te impide ser feliz a veces, es decir, disfrutar de las cosas como me gustaría. Sufro mucho por las cosas que están mal. La felicidad completa no creo que la tenga nadie”, pronunciaba durante uno de los viajes que la pareja realizaba habitualmente. A la cantante le quedaban por delante años felices, sí, pero también muy complicados. Esas preocupaciones que ya sufría en los meses previos a su segunda boda no iban a hacer más que aumentar.

Cuenta la leyenda que Ortega Cano, tiempo después, aseguró en algún corrillo inesperado que Rocío y él pasaron la noche de bodas durmiendo en el suelo. “Sobre un colchón”, matizaba presuroso no fuese a pensarse mal. Tal vez, la mejor metáfora de todo lo que estaba por venir. Un colchón que tardó poco en desaparecer.