“Ella es solamente una amiga. No hay nada más que una amistad, o, al menos, yo así lo creo...”, el que pronunciaba estas palabras sobre Ana Obregón era, nada menos que un príncipe. El heredero al principado de Mónaco, Alberto. Entonces, en 1987 aún con Rainiero en el poder, la vida del joven monegasco transcurría entre fiestas, eventos deportivos y cenas de gala; y fue precisamente en una de ellas donde conoció a nuestra actriz quien, por aquel entonces, ya había participado en ‘El equipo A’. Toda una estrella y rubia, ¿se repetía la historia como con Grace Kelly?
Los rumores sonaban con fuerza. Las visitas de Ana a Mónaco eran la comidilla y Lecturas era testigo de uno de esos encuentros en los que reinaba (y nunca mejor dicho) la complicidad. Nuestras cámaras les vieron comer, charlar y asistir al IV Open de Golf del principado. Se volvieron inseparables y más de uno creyó ver en ella a una princesa. Obregón reunía todo lo que podía llamar la atención de Alberto: era divertidísima, con talento, con un sinfín de anécdotas (fijo que le contó la de la paella verde que le hizo a Spielberg) y bellísima. La primera noche que coincidieron, como si de un cuento de hadas se tratara, bailaron juntos toda la noche. Fue en la popular gala de la Cruz Roja y los dos, además de valses, compartieron muchas risas. Había nacido una amistad. Y nada más… como él lucharía por mantener.
La catalogaron como una nueva versión de la Cenicienta, sin el drama de las hermanastras y con una posible aspirante a princesa que hacía mucho más que preparar desayunos y limpiar huellas de gatos por todo el suelo. En nuestro país, Ana era popular, además de por sus trabajos como actriz, por su relación con Miguel Bosé, la primera pareja famosa que le conocimos. Tras enamorar a Hollywood, Obregón pudo haber enamorado a la realeza europea ¡y habría caído rendida a sus pies! ¡Menuda es ella! Pero repetimos: amigos, amigos, nada más… ¡Con lo mucho que habría disfrutado Disney de toda esta historia!