"Rabia, impotencia, shock, tristeza y una mezcla de sentimientos de los que intentas evadirte, aunque sean unas horas, pero no lo consigues". Así comienza el relato de nuestra compañera Raquel Bernal, quien recuerda lo que ocurría hace tan solo 7 días y ha decidido escribir estas líneas porque, nos dice, "es necesario". Es la narración en primera persona de lo que se vivió en tantos puntos de Valencia durante la tarde y noche del martes, 29 de octubre y que ha dejado conmocionado a toda España tras acudir a una tragedia sin precedentes en el país durante este siglo. La peor DANA ha devastado pueblos enteros, la cifra de 211 fallecidos, solo en la Comunitat Valenciana, es provisional y no cesan las labores de búsqueda de desaparecidos y la limpieza de las calles con numerosos voluntarios protagonizando una oleada de solidaridad impresionante.
Es imposible calcular los daños materiales que deja esta catástrofe y tampoco podemos saber con exactitud lo que será necesario para restablecer una normalidad que, ahora, ni se plantea ni se espera. Las secuelas psicológicas también se subrayan, porque son demasiadas las emociones y el duelo está ahí, mientras los damnificados sacan fuerzas de donde no las hay para seguir trabajando juntos. Es tal la magnitud de la tragedia, que resulta muy difícil escribir sobre ello y encontrar palabras para informar sin hacerlo por exceso o por defecto, así que también es lícito pedir disculpas si en algún momento nos hemos equivocado o llegamos a hacerlo con alguna noticia relacionada con este "Apocalipsis", tal y como lo ha definido Raquel, a quien hoy agradecemos que comparta cómo ha sido esta semana en la que ha visto "imágenes que no se borrarán nunca".
"Ese puente que separa la "normalidad" del Apocalipsis"
"Cuando sonó la famosa alarma, recibí un whatsapp de mi pareja diciéndome que no volviera a Valencia, que estaban habiendo inundaciones en muchos pueblos. Finalmente tuve que quedarme 48 horas en Castellón, recuerdo que el tiempo no pasaba y no hacía más que pensar que necesitaba ir como fuera a la zona cero a ayudar a quien lo necesitara", recuerda nuestra compañera Raquel Bernal de aquellas primas horas fatídicas en las que no dejaba de sufrir impotencia. Sabía que esa espera era "obligatoria por las circunstancias climatológicas", pero necesitaba ayudar y finalmente llegó el momento de hacerlo: "Pude poner los pies en Valencia y comenzar a movilizarme. Esa misma tarde, en mi falla, comenzamos a recoger y llevar enseres a los pueblos con todo aquello que necesitaban, pero eso nos pareció insuficiente".
Al día siguiente, pusieron rumbo a la 'zona cero' y describe lo que vio y c��mo se sintió, sin saber definirlo exactamente: "Escobas, cubos, botas y bolsas de basura a modo de protección inundaron ese puente que separa “la normalidad” de la catástrofe, del Apocalipsis. En ese momento no sabes cómo te sientes, porque por una parte piensas en la felicidad de que tanta gente esté dispuesta a ayudar, pero por otra piensas y sientes que las personas más afectadas han sido abandonadas. Sin embargo, dejas a un lado tus sentimientos por ser útil y que los que han perdido su casa, sus rutinas o incluso algún ser querido, no se vengan abajo, por lo menos mientras estés presente". En este punto del relato, cabe destacar la dificultad de dejar a un lado el dolor para que la razón tome la delantera ante lo meramente visceral y permita actuar sobre el terreno, con todas las tareas necesarias.
"No puedo describir lo que te genera ver a gente con un rostro desencajado"
En Paiporta están muy lejos de pensar en esa "normalidad" de la que se habla a veces y que han perdido en tan pocas horas, muy visible en sus rostros y así lo narra Raquel: "Mi destino de la zona cero fue Paiporta, a donde llegamos andando, porque en coche era algo impensable. Al llegar allí, creo que tu cuerpo genera un mecanismo de defensa para aguantar, te quedas shockeado, no reaccionas emocionalmente hablando. Escuchas sirenas por todos lados, gente gritando para dar indicaciones, porque sí, los que estábamos en la localidad éramos el pueblo y son y han sido los que han estado coordinando todo, apenas veías servicios de emergencia". También recuerda cuál fue "la primera parada", para "dejar las garrafas de litros y litros de agua que habíamos cargado kilómetros y que después llegaran a los que lo necesitaban". Lo que más le impactó, nos dice, "fue la inmensa cola para recoger comida, ropa y de todo, no puedo describir lo que te genera internamente ver a gente con un rostro desencajado y que de un día para otro han perdido todo".
"Allí estuve en dos bajos, que dio la casualidad que ambos eran de personas mayores, personas que llevan toda una vida trabajando para tener su casa, para alimentar a su familia y que ahora tenían ojos de tristeza y desesperación. No recuerdo cómo se llamaba el hombre de la primera casa, pero lo que sí recuerdo es verlo desorientado y como su nieta le decía “iaio no cojas cosas”, porque ese señor quería únicamente salvar unas latas de conserva que había hecho él mismo para su familia", relata nuestra compañera, a la que también le llamó la atención "que no sabían qué hora y día era, algo que parece tan simple pero que me he dado cuenta de que no lo es tanto". "De esa primera casa me llevo la sonrisa que despertamos durante unas horas a esa familia, y por supuesto su agradecimiento, es lo que más te llena el corazón en situaciones como estas", agradece entre tanta tristeza.
"Te cambia la perspectiva de la vida, te cambian las prioridades, cambia todo"
"Poco después, buscamos otro sitio en el que ayudar. El grupo que habíamos salido por la mañana de Valencia vimos a unos chicos parados en lo que quedaba de puerta de una casa. -¿Necesitáis ayuda?- La pregunta parece obvia, pero es la forma en la que consigues saber a dónde ir. Entramos en aquella casa en la que podías ver en la pared que el agua había casi llegado a los dos metros. Paredes llenas de fotografías intactas. Una vivienda en la que un matrimonio de personas mayores había soportado el agua hasta las rodillas y habían conseguido sacarles por el patio subiendo unas escaleras. “Gracias que estamos todos bien, pero hay familias que han tenido peor suerte”, me contaban", continúa nuestra compañera con un relato que no ha sido fácil escribir, aunque también considera que le ha ayudado hacerlo.
Raquel recuerda que "después de muchas horas", regresaron a Valencia "con lo puesto, pero diferentes": "De allí no vuelves siendo la misma persona que eras. Te cambia la perspectiva de la vida, te cambian las prioridades, cambia todo. No entiendes muy bien qué es lo que ha pasado, si podría haberse evitado esta situación, de verdad, te haces muchas preguntas para las cuáles no encuentras respuesta". En ese estado, resulta lógico pensar que el llanto tarda en llegar y ella tiene claro por qué lloró 48 horas después de lo sucedido: "Hasta dos días después no me rompí en un mar de lágrimas. Aguanté por instinto de supervivencia, porque no te queda otra, porque te sientes mal de sentirte agotado mental y físicamente cuando otros están peor que tú. Te sientes mal de intentar desconectar aunque sean unas horas, te sientes muy mal de pensar que lo que haces no es suficiente. Tienes un sentimiento de culpa y de rabia constante".
Su respuesta cuando le preguntan "cómo está", algo que se repite durante estos días en múltiples ocasiones, es también muy descriptiva: "Directamente digo que estoy de cuerpo presente, pero nada más, porque me quedo embobada mirando a la pared deseando que todo lo sucedido sea un mal sueño y me despierten". "Todavía no he vuelto a la zona cero, he estado ayudando con otras cosas, pero este fin de semana volveré, y soy muy consciente que mentalmente no estoy tan fuerte como la primera vez que puse un pie allí, pero me necesitan, necesitan voluntarios. Tengo muy claro que esto nos ha marcado de por vida, que las imágenes de mi mente no se van a borrar nunca, que cuanto esto vuelva un poco a la normalidad tendré que cuidarme, pero de momento toca seguir, toca arrimar el hombro", concluye.