Después de mucha pena y de muchas semanas de tristeza, recibí hace unos días una inmensa alegría. Sabía que mi amiga-hermana Concha iba a venir a verme a Madrid. Ella vive en Málaga y es mi compañera desde que teníamos 7 años. A pesar de llevar 42 años viviendo en la capital de España, nunca hemos perdido el contacto. Yo esperaba que ella llegara el lunes, pero se compinchó con todos mis amigos para que el sábado me llevaran a cenar a un sitio cerca del centro de Madrid. Todos querían darme la sorpresa de que Concha había adelantado su visita para disfrutar más días juntas. Os confieso que cuando la vi aparecer en el bar no daba crédito. Concha me da felicidad y sé que yo también se la doy a ella. Es como una necesidad mutua. Sé que para ella venir a Madrid no solo es cuidarme, protegerme, quererme y acompañarme. La veo feliz y su felicidad es la mía.
Una amistad desde los 7 años no se tiene con cualquiera. Ella me ha acompañado en el tanatorio en Madrid y en el funeral de mi madre en Málaga. Es una de mis compañeras de vida. Gracias a Dios, tengo la suerte de contar con más amigas así, como mi prima hermana, África. A pesar del dolor y de la pena que siento desde hace muchas semanas, he tenido la alegría de tener a mi amiga conmigo. Me gusta dormir y que nos despertemos bajo el mismo techo, como cuando éramos niñas. Durante estos días, hemos compartido muchas confidencias en el sofá de mi salón y hemos hablado de lo que sentimos y de lo que le preocupa a ella de mí y al revés. Concha ha estado cinco noches, pero si hubiera estado tres meses me hubiera parecido, también, muy poco. Siempre lloro su ausencia. No hay vez que yo no vaya caminando por el andén de la estación María Zambrano de Málaga para subir a mi vagón y no lo haga llorando por separarme de ella. Lloro por ella, por todos los míos y por irme de un sitio donde estoy feliz y donde puedo estar con mi gente, mi familia y mis amigos del alma. Esos que siempre están ahí.