Pobrecita. No le hacías daño a nadie, en la casa de Guadalix, pintándote y poniéndote tus cremitas todo el día, sin entrar en conflictos, ni cogerte rebotes… Ahí, a tus cosas, de tranquis, haciendo ejercicios gimnásticos. Guay, Yurena, guay.
Sí, pero…
¡Que estabas en ‘Gran Hermano’, concho, y no en tu cuarto de baño! ¡Que verte dándote interminables masajes faciales era de un aburrimiento supino! ¡Que bostezábamos cual hipopótamos cuando corrías en la cinta o te hacías el moño! Al final, solo viendo tu rostro siempre imperturbable, nos entraba un sueño descomunal, solo comparable a la ingestión de una botella de coñac y un tubo de Orfidales. “Me han echado por educada”, repites, compungida. No, Yurena, no te engañes. Te han echado por aburrida. La palabra es parecida, pero no es lo mismo.