Si tuviera un millón de euros los daría para saber de qué hablaron Letizia y su suegra Sofía mientras esperaban los coches que debían llevarlas del Hotel de la Reconquista al Teatro Campoamor, unos segundos apenas que seguro que a ellas se les hicieron interminables. Las caras, cuando bajaron frente al teatro y posaron para los fotógrafos, eran un poema. El rostro de Letizia, que no sabe disimular sus sentimientos, se había convertido en una máscara rígida y el cuello revelaba unos tendones tirantes como cuerdas de guitarra; me la imagino por la noche buscando en Oviedo un masajista para aliviar la contractura de sus cervicales. ¿Sofía? Iba con esa sonrisa que parece pintada pero que cuando cae, ¡Dios, cuando cae!, en uno de esos nanosegundos en el metaverso que solo pueden captar las cámaras de televisión, da más miedo que Nosferatu.