La actitud de Cristina, por contraste, es digna de estudio. Se le ha dado a Iñaki el tercer grado y la posibilidad de rehacer de forma parcial su hogar, algo que la pareja debería estar anhelando desde hace por lo menos tres años. Pero, en lugar de reunirse con sus hijos y con la infanta, cuyo puesto de trabajo puede trasladarse perfectamente a España, lo ha hecho con su madre en Vitoria, ciudad en la que no había vivido nunca. ¡Lejos de su mujer, lejos de sus hijos! Sabiendo que este escenario está previsto desde hace meses, sorprende que no hayan alquilado piso en Madrid o Barcelona, donde la niña podría acudir al Liceo Francés, los otros hijos reunirse con ellos cuando quisieran (Pablo vive en casa de unos amigos) y la infanta realizaría su trabajo de forma telemática, como está haciendo ahora en Ginebra. Es difícil de entender esta situación: que el esforzado abogado haya conseguido la semilibertad para su cliente, pero que su mujer siga viviendo a mil kilómetros como si no hubiera cambiado nada, por mucho que de vez en cuando visite a su marido. La reunificación familiar nos saldría asimismo más barata a los españoles al no tener que doblar la escolta.