Pilar Eyre

Pilar Eyre

Reina Sofía 01
Gtres

La reina Sofía no quiere peluqueros que cambien su pelo casco

El misterioso caso del pelo de doña Sofía. ¡Ese mítico peinado casco! ¿Por qué no ha querido cambiárselo nunca? Ella misma ha reconocido que tiene la cabeza muy grande, por eso no le quedan bien los sombreros. ¿Pero por qué entonces magnificarla con un peinado tan hueco, rígido y cargado de laca?

Voy a las fuentes de la noticia, a la entrevista que les hice a sus primeras peluqueras: “Tiene el pelo rizado de su madre y llevaba su peinado de soltera, conseguido a base de rulos y secador de pie. Nosotras tratamos de aconsejarle una melena lisa hasta los hombros porque su cuello largo y delgado hace que su cabeza se vea aún más grande”. Pregunté qué pasó: “Nos dieron las gracias y dejaron de llamarnos”.

Lo mismo ocurrió con el siguiente, Isaac Blanco. “No quería cambios. Argüía que la reina de Inglaterra siempre llevaba el mismo peinado por los perfiles de las monedas, que el pelo hueco le ayudaba a sujetar las tiaras. Aun así, le propuse un aire más desenfadado y juvenil…”. La reina pareció aceptarlo y se la vio durante una época con el pelo por detrás de las orejas, más largo y liso. Hasta que el peluquero, uno de los mejores de España, se quejó porque lo hacían entrar por la puerta de servicio de Zarzuela. Le pidieron disculpas, le dijeron que lo sentían, pero no lo llamaron más.

Su sucesor, Fausto Sacristán, ya no se atrevió a proponer más cambios. El primer verano preguntó si tenía que acompañar a su majestad a Mallorca y le dijeron que no, que ya se arreglaba con la doncella. La solución era ponerse una cinta ancha, que remarcaba aún más la rotundidad de la mandíbula, y pañuelos a lo zíngara. También empezó a vestirse con blusones anchos y abalorios de piedras de colores. La reina no se deja aconsejar y nunca protesta. Pero es inflexible con el servicio, si ve que una prenda no está bien planchada, no dice nada, se limita a tirarla al suelo. Una de aquellas jóvenes peluqueras que la trató al principio me confesó con un estremecimiento: “Si le dabas un tirón sin querer, no te decía nada, pero la mirada… buf, la mirada…”.