Cómo está Juan Carlos? El amigo del Rey, el que nunca falla, ni a mí, ni a él, me contesta con rotundidad: “Nada ha cambiado... Te dije que no iba a volver... ¡y no va a volver!”. Cuando se preparaba la marcha de España del Rey emérito, hace más de un año, la Moncloa, al parecer, dijo a la Casa del Rey: “No regresará mientras los socialistas estemos en el poder”. Juan Carlos era muy consciente de este pacto, hasta el punto de que se despedía de sus amigos: “Es mi última Navidad en la Zarzuela”.
El enorme palacio está habitado únicamente por la reina Sofía y su hermana Irene, aunque Felipe tiene ahí su despacho. Los Reyes y sus hijas viven a 2 km, en el Pabellón del Príncipe. Los 600 empleados, que incluyen funcionarios, escoltas y 60 conductores para 44 coches, encabezados por siete Mercedes-Benz blindados, a causa de la pandemia y la baja productividad del matrimonio real están casi inactivos. Todo tiene un aire melancólico de acto final, aunque la ingente maquinaria sigue funcionando casi por inercia, como las dos piscinas, cuyo mantenimiento cuesta 250.000 euros al año, o el servicio de limpieza profesional, que cuesta 893.000 euros anuales y actúa en unas estancias que ya casi nunca se utilizan, excepto para algún acto puntual de los actuales Reyes. Hace años, un servidor de la Zarzuela me contó que en el desván hay tres grandes habitaciones llenas hasta los topes de objetos sin valor de la familia Franco: “Se llevaron allí cuando Carmen Polo fue obligada a irse de El Pardo. Desde alfombras apolilladas hasta cuadros muy malos, una veintena de orinales de loza y hasta el váter portátil que Franco utilizaba cuando iba de viaje”. Quizá pronto se deban habilitar nuevos trasteros para guardar los objetos de Juan Carlos, que siguen actualmente en sus estancias y permanecen tal cual los dejó. La ropa de civil en un armario, los uniformes en otro, hasta los objetos de tocador siguen en el cuarto de baño. Su silla de ruedas. Y su fabulosa colección de relojes valorada en varios millones de euros (tan solo su Patek Philippe de color rosa cuesta siete millones). Están en una estancia especial, en vitrinas provistas de rotores automáticos y temperatura constante. ¿Adónde irán a parar? Pero quizá lo que más dolores de cabeza da a Felipe es qué hacer con el pabellón donde se exhiben los 1.000 trofeos cinegéticos de su padre. Una nave dotada de luz, su propio servicio de seguridad, limpieza y calefacción, pues las piezas –desde un raro rinoceronte blanco de África hasta el pobre oso borracho Mitrofán, cazado en Rusia– deben permanecer siempre a 22 grados. ¿Donarlo, regalarlo a los amigos de Juan Carlos o demolerlo discretamente por la noche, sin que nadie se entere?