Una tibia noche de primavera. Marisol, que acaba de llegar de Barcelona, donde ha vivido con Joan Manuel Serrat un romance tierno y leve, no sabe qué hacer con su vida. Comparte piso con una azafata y, sin saber por qué, le dice a su amiga: “Vamos a cenar a la pizzería de Antonio Gades”.
Casa Gades es un local minúsculo, que está a espaldas del Café Gijón y frente al Oliver de Adolfo Marsillach, formando el triángulo de moda de periodistas, gentes de la farándula y otros animales noctámbulos, bohemios y vividores. Pepa se pone unas botas altas, minifalda y se deja suelta la melena. Se pinta los gruesos labios de beige, lo que acentúa la profundidad de sus increíbles ojos azules. Antonio Gades está en la puerta, fumando uno de sus ochenta cigarrillos diarios. Es pequeño, fibroso, atractivo, muy viril. Se miran intensamente, como en un choque de planetas.
Pepa contaría más tarde: “Fue tan fuerte que me mareé y tuve que sentarme”. Ese día casi no hablaron, aunque Antonio Gades avisó a un fotógrafo para que inmortalizara ese momento único en sus vidas –y de paso salir en las revistas.