Nadie puede imaginar la locura que despertaba Miguel Bosé en aquella época. Lejos ya del grupo de amigos con los que había empezado, se rodeaba de decenas de profesionales, guardias de seguridad con pinganillo, asistentes, ‘road managers’, azafatas, su propio equipo de comunicación... que constituían una barrera infranqueable para periodistas y fans, pero, aun así, en el Palacio de los Deportes de Barcelona, vi como una niña consiguió colarse y arrancarle un mechón de pelo. Mientras le taponaban la herida con un algodón, me contaba con voz temblorosa: “Me da miedo, pánico, todo este follón que me rodea, temo no poder controlarlo...”.
Un par de años después lo vi aún más destrozado. “Mi existencia es un infierno... Es espantoso no poder salir a la calle, no tener vida privada, que el Bosé gane al Miguel, ¡y ser un ‘teenager’ toda la vida me parece ridículo y humillante!, ¡me odio a mí mismo!”. Me decía también: “Me llaman maricón, lo sé, pero no me importa porque respeto a los homosexuales”, aunque solo me hablaba de sus novias y de que, cuando tenía una gira, “puedo estar sin tocar a una mujer diez meses con total tranquilidad”. Le conté que su padre me había dicho lo mismo, que cuando toreaba no tenía relaciones sexuales, y me soltó: “Ya sé que eres amiga suya”. Carraspeó, se miró las uñas y añadió: “¿Y qué más te cuenta?”.