Ay, mi Antoñito. ¡Tiene una gracia tremenda! Me dice: ‘Odio a Lola Flores, pero quiero a mamá’… porque yo le gusto ‘asina’, con mi bata de boatiné y un moñito cogido en lo alto de la cabeza con una horquilla”. Lola Flores, sentada en una butaca de la sala Scala de Barcelona, en un alto del ensayo de la tarde, suspiraba delante de mi magnetofón de cien kilos. “Yo quería que fuera abogado o arquitecto, pero no sé… Ahora se deja los pelos largos, que yo ya le digo que se los corte, pero no quiere. ¡Aunque se ducha cada día, eso sí, no vayas a creerte!”.
Claro que Lola Flores esa vez no iba vestida con bata de boatiné, sino con mucho joyerío de oro en cuello y muñecas, un conjunto blanco con pinta de caro, con botines, blancos también, y un abrigo de visón de color beige. “Tengo cinco”. Y su hijo Antonio no transitaba aún por las rutas de la droga. “Bueno, algunos porros se fumará pero no hacen daño, no son droga dura… Yo misma me he fumado bastantes y aquí estoy, tan bien y tan hermosota, con esta piel y este cuerpo que no se puede aguantar”. Y me arrimaba la cara: “Mira, pellizca, no se me puede coger la piel… Y nada de tironcitos, ¿eh?”. Se ponía de pie: “Y mira mi cuerpo, todo fibra”.