Cuando esta semana me llamó mi director para proponerme/ordenarme escribir sobre Meghan Markle, me froté las manos y dije albricias, a bodas me convidan. Disfrutaré viendo una serie y encima me pagan. Bien, pues después de tragarme ocho episodios de 40 minutos en los que Meghan no hace otra cosa que soltar una bobada después de otra, sonreír, parpadear y bailar al mismo tiempo –“mi hija lo ha heredado de mí y lo hace también”–, y elaborar unos comistrajos repugnantes, puedo decir que esto no está pagado. No he visto nada más estúpido en mi vida que ‘Con amor, Meghan’.
Recuerdos oportunos
Meghan solo apea su sonrisa extasiada y deja ver la fiera que lleva dentro cuando le espeta a una supuesta amiga, “no me llames Markle, llámame Sussex” con voz de la niña del exorcista aunque enseguida vuelve a sus mohines de adolescente tímida pese a que todos sabemos que tiene 43 añazos. A lo largo de la serie dice cincuenta veces “qué monada”, treinta “es tan genial”, veinte “fantástico” y muchos “lo adoro”, “me encanta”, “es hermoso”, “soy tan feliz” y “todo es superdivertido”. Hasta quince veces rememora su infancia, “hacía té de sol cuando era niña”, “cuando era pequeña viajábamos mucho porque mi madre era agente de viajes…”, “me sentaba en el suelo para ver cómo crecían las acelgas”.
Declara que en su juventud trabajó, no haciendo de actriz, que eso ni se menciona, sino de camarera, en un guardarropa, envolviendo regalos, en un Starbucks, en una heladería, cuidando niños, y entretanto sacaba excelentes notas en el colegio, “un 9 en caligrafía”, y “cursaba estudios superiores en la universidad de Chicago”. También estuvo de becaria en la embajada de Estados Unidos en Argentina, por lo que habla español con acento porteño (su padre ya ha dicho que todo esto es mentira).
Le doran la píldora
La serie empieza con su visita a una colmena de abejas con un apicultor no muy agraciado. Meghan dice varias veces que las abejas son muy monas, hasta que una se pone insolente y entonces confiesa que le dan miedo. A continuación, sale metiendo los dedos en el panal y chupando la miel con delectación digna de mejor causa, mientras da grititos “el mejor día de mi vida”. Luego prepara cosas para un huésped fantasma, “nunca voy a escatimar la sal para el baño de mis invitados”, “les voy a poner lavanda seca entre las toallas”, y después invita a su cocina a una larga sucesión de amigas cuya única misión es hacerle la pelota.
“Eres fantástica”, “qué bien vestida vas”, “qué inteligente”, “eres la mejor”. Y no solo le hacen la pelota las amigas, que más parecen actrices contratadas que amigas de verdad, sino el equipo de rodaje, no olvidemos que Meghan es la productora ejecutiva de la serie. El director aplaude varias veces y masculla como sin querer “eres sublime”, y el cámara le pide que le deje probar esa “exquisitez” que está preparando –una tostada con aguacate y un huevo frito por encima de aspecto vomitivo– y después se oyen sus elogios a los que Meghan corresponde democráticamente chocando esos cinco. En otro momento ella paladea alguna porquería y dice “me siento como una princesa”, pero después añade, porque solo se ha tomado medio plato, “bueno, como media princesa” y el equipo no tarda ni un segundo en reír a carcajadas y ella baja los ojos modestamente.
El privilegio asoma
De su boca solo salen frases que parecen sacadas de una taza de esas que venden en los aeropuertos, “el amor está en los pequeños detalles”, “hay que hacer cosas con las manos”, “no hay nada más divertido que un día de chicas”, “hacer empanadillas une a las familias”, “no hagas nunca un nudo sin lazo”, “lo imperfecto no tiene por qué ser perfecto”, y “siempre hay que tener un huerto”. Una de las supuestas amigas se queda algo desconcertada ante esta afirmación y entonces ella aclara, “si vives en un piso pequeño siempre puedes poner un huerto en la ventana”, y la amiga se tranquiliza, “ah sí, es verdad”.
Interés declinante
Al mismo tiempo prepara comida, que luego engulle con las impostoras en un incómodo mantel en el suelo, aunque tienen mesas para parar un tren. Un yogurt machacado en una copa merece varios “qué locura”, “me chifla”, y una sopa con aspecto de agua de fregar es recibida con “es increíble”, “wow”. Al final ella reconoce que “lo mío son las crudités” y las amigas asienten, aunque no saben qué son crudités y una le pregunta cómo se escribe. En una fuente pone un racimo de uva, “gamón serrano”, mango, mermelada de frambuesa, salami y creo que unas galletas para perros que ha hecho por la mañana. Dice “este plato a mis hijos les gusta mucho”, porque de vez en cuando tiene que sacar en la conversación a hijos y marido para que la cosa tenga algo de interés.
El papel de Harry
El último episodio es una apoteosis final en la que sale su madre –la agente de viajes– y todas las “amigas” que aparecen en la serie, a las que se las ve más perdidas que un pulpo en un garaje. Aunque no olvidan su cometido y brindan por su elegancia, su destreza y su triunfo, sin determinar la naturaleza exacta de este. De pronto aparece un descamisado Harry, incómodo a más no poder, es evidente que no sabe qué pinta ahí y que no conoce a nadie. Su mujer tampoco parece conocerlo mucho, porque en un episodio ha dicho que cocinaba muy bien y en otro que no tenía ni idea y que solo se metía en la cocina para comer toneladas de beicon, o sea que todo el mensaje de comer sano de la serie se va en un segundo a tomar viento. Harry abraza a Meghan con torpeza y la felicita también por sus éxitos… y al final nos amenazan con una segunda temporada, “ya está en marcha”. Dios nos coja confesados.