Corría el verano de 1981 y yo vivía en Sitges. Me avisaron de que el padre del Rey estaba en el puerto de Aiguadolç, entonces recién inaugurado. El padre de Juan Carlos, claro, sí, ese señor mayor que no se sabía muy bien qué pintaba en aquella democracia monárquica también recién inaugurada. ¿Tenía interés periodístico? Llamé a mi jefe: “Andate hasta allá y mirá qué sacás”. Me fui con mi enorme magnetofón. En el último momento decidí cambiar los pantalones cortos que vestía habitualmente por un atuendo más elegante y dejé a mi perro (Bakunín) en casa, cuando por lo general me acompañaba a todos mis reportajes.
Mi encuentro con don Juan
Don Juan recorría incansablemente la costa mediterránea a bordo del ‘Kelismar’, el pequeño yate de su oftalmólogo, el doctor Muiños, cuya hija se casaría al cabo de los años con el amigo de Juan Carlos Josep Cusí. Pero entonces Inés era una adolescente y el padre del Rey emergió un momento de las entrañas del barco, se apoyó en sus brazos musculados llenos de tatuajes y me dijo con un vozarrón que me impresionó: “Espérame cinco minutos, por favor”. Don Juan quería presentarse ante nosotros con el atuendo adecuado: chaqueta azul marino y pantalón blanco. Mocasines. Era muy alto, tenía los rasgos de la cara como tallados en piedra y se le veía avejentado y melancólico. Yo era novata y trabajaba en una revista muy pequeña, pero se dirigió a mí con la deferencia que se reserva normalmente a los directores de periódicos: “Pero ¿cómo habéis venido con este calor? Si yo no tengo ninguna importancia, soy un cero a la izquierda...”. Mantuvimos una pequeña conversación: “Estoy lleno de achaques, soy como una casa en ruinas llena de goteras...”. En el último momento apareció un anciano que se echó a sus pies sollozando. Era Miguel Utrillo, quien hacía crónicas sobre ciclismo, uno de esos periodistas de posguerra que se morían de hambre y de inteligencia, pero al que las nuevas reglamentaciones de la profesión prohibían publicar porque le faltaba el preceptivo carné profesional que solo se conseguía si se había estudiado carrera. “Alteza, le suplico, haga algo por mí... Socórrame, aunque sea con una pensión, no tengo nada”, se desesperaba el hombre con la rodilla hincada en tierra. Pude ver de cerca la expresión apurada del conde de Barcelona: “Por Dios, Utrillo, coño, levántate, yo qué puedo hacer en esta España, ¡nada! Aún te perjudicaría si intentara ayudarte, ¡nadie me hace caso! ¡Estoy atado de pies y manos!, ¡no soy nadie!”. Al final, el cronista terminó consolando al marino: “Alteza, lo que pasa es que ser viejo es una mierda”.
Don Juan y Marujita Díaz
Escribí una pieza suavizada sobre aquel día, pero aun así llamó Casa Real para quejarse. ¡Fue la primera vez, por eso lo recuerdo! ¡Hace ahora cuarenta años, un patético aniversario! Conté que me había limitado a trascribir los hechos y me respondieron con asombro: “Pero eso no se puede contar... ¡Dejas en muy mal lugar al Rey! Que no se repita”. A los pocos meses, los Reyes visitaron Barcelona. Mi revista me acreditó (fue la última vez, también) y saludé a Sofía en el palacete Albéniz. Entonces se hacían reverencias, yo le estreché la mano y me dirigió una mirada tan gélida que creí morir. Conté que Juan Carlos había pedido un whisky. Me volvieron a llamar: “¿No sabes que no se escriben las conversaciones privadas de sus majestades?”. A partir de ahí, y durante cuarenta años, todo ha merecido su crítica; si no me reñían ellos directamente, lo hacían por persona interpuesta. Si contaba que en Marbella don Juan se reía con los chistes de Marujita Díaz, una desabrida doña Pilar se apresuraba a manifestar que era mentira, porque ella estaba en esa comida, pero Marujita no. Precisamente sobre doña Pilar di una información que provocó que ‘alguien’ llamara al director de mi programa de radio para que me despidiese (no lo hizo, pero tuve que rectificar, cuando era verdad). Si contaba que había coincidido en la cola del telesilla de Baqueira con Carmen Martínez-Bordiú y la reina Sofía y no se habían saludado, llamaban a un medio rival para que dijeran que inventaba, que esos días Sofía estaba al lado de su hijo griposo. Cada vez que los Reyes venían a Barcelona, como era persona ‘non grata’, me tenía que quedar fuera, en la calle, mezclada con el público, viendo cómo los periodistas que gozaban del favor de la Casa, con su acreditación al cuello, alternaban con sus majestades, ¡y los miraba con la misma envidia triste con la que observan los niños pobres los pasteles en los escaparates! Si escribía un libro sobre algún miembro de la familia real, pedía datos, fechas y lugares en cartas que nunca obtenían contestación, pero sí me llamaban para regañarme cada vez que se publicaba. Si no lo hacían ellos me telefoneaban periodistas de su parte para advertirme de mis pecados. ¡Cuarenta años! Cambié de director, de editorial, cambiaron los responsables de comunicación, ¡cambiaron hasta los Reyes! Mi última conversación tuvo lugar hace un par de años. Me llamaron para que no diera pábulo al rumor de que Letizia no había ido a ver a su suegro en una de sus operaciones. Estuvieron muy simpáticos y hasta me emocioné. Pregunté: “¿Os puedo llamar cada vez que tenga alguna duda?”. “Claro, para eso estamos”. Pero nunca más se pusieron al teléfono. ¡Venga, va! ¡A por otros cuarenta años!