Hay que decir que Sofía y Juanito iban al mismo tiempo y con más discreción, pero con mucho más entusiasmo, a pasar el resto del verano a Mallorca. Los primeros años se alojaban en el hotel Son Vida, el Victoria o el Club Náutico.
Entonces, la modestia y la austeridad presidían estas vacaciones familiares, la comida habitual era gazpacho, que el rey incluso se llevaba en termos a las regatas, y era normal ver al matrimonio con sus tres hijos tomando un helado por la calle o a la reina comprando fruta en el mercado de Santa Caterina, calzada con unas alpargatas y el típico cesto colgado del hombro. No hace falta decir que ambas prendas se pusieron de moda y, desde entonces, nunca han dejado de estarlo.
Hay que decir que Sofía y Juanito iban al mismo tiempo y con más discreción, pero con mucho más entusiasmo, a pasar el resto del verano a Mallorca. Los primeros años se alojaban en el hotel Son Vida, el Victoria o el Club Náutico. Entonces, la modestia y la austeridad presidían estas vacaciones familiares, la comida habitual era gazpacho, que el rey incluso se llevaba en termos a las regatas, y era normal ver al matrimonio con sus tres hijos tomando un helado por la calle o a la reina comprando fruta en el mercado de Santa Caterina, calzada con unas alpargatas y el típico cesto colgado del hombro. No hace falta decir que ambas prendas se pusieron de moda y, desde entonces, nunca han dejado de estarlo.
Fue cuando el Govern balear, a sugerencia del amigo del rey Zu Tchokotua, decidió cederles el uso del palacio de Marivent, originariamente residencia del pintor griego Saridakis. Los descendientes de este pleitearon contra esta decisión, ya que la viuda lo había cedido únicamente para ser utilizado como museo, pero perdieron el juicio y lo único que consiguieron fue que se les permitiese recuperar los objetos del interior de la casa. El Govern, desdeñosamente, comentó que estos objetos no tenían valor ya que muchos de los cuadros atribuidos a pintores conocidos eran falsificaciones. Los reyes ocuparon oficialmente el palacio en 1973 y, a partir de ahí, sus veraneos empezaron a tener una personalidad propia, que pudimos compartir gracias a los numerosos periodistas desplazados a la zona.
Las regatas en las que participaban pusieron de moda el deporte de la vela y hay muchas generaciones de niños que pueden decir: “A mí me daba clases una infanta de España”, ya que ambas princesas participaban en los ‘stages’ deportivos de Calanova. También pudimos asistir a las risas cómplices del rey y sus amigos de toda la vida –Karim Aga Khan, Zu Tchokotua, o su compañero de regatas Josep Cusí– en el restaurante Flanigan de Puerto Portals, propiedad de su también amigo Miguel Arias, donde don Juan Carlos solía vestir pantalón rojo, camisa blanca y mocasines sin calcetines, atuendo que se convirtió en un clásico de todos los señores ‘bien’ españoles.
También en esa época disfrutaba de ciertas ‘amistades’ femeninas, aunque de todo esto no nos hemos enterado hasta más tarde. A la reina, que sí lo sabía pero como gran profesional que es lo disimulaba en público, la podíamos ver paseando de forma relajada con su hermana Irene y su prima Tatiana Radziwill, las únicas personas que gozaban de su intimidad. Las tres solían cargar personalmente con las mismas bolsas de las rebajas de unos grandes almacenes de Palma.
Este ambiente festivo familiar contrastaba con la soledad que vivía don Juan de Borbón, el padre del rey, que también era visitante asiduo de la isla y se quedaba a dormir en su barco. Apenas veía a su familia. “Yo no soy nadie, no saben dónde colocarme, soy un estorbo para todos”, llegó a decirme suspirando con tristeza en una ocasión. El verano del 92, un año antes de morir, se le pudo ver varias noches cenando en algún restaurante palmesano con la única compañía del periodista Luis María Ansón.
Tampoco doña Pilar, hermana de don Juan Carlos, frecuentaba a los reyes, aparte del día de su cumpleaños en agosto, cuando celebraban una cena todos juntos. Pero tal circunstancia importaba poco a la aguerrida infanta, que a bordo de su pequeño velero, Doña Pi, se cruzaba sin complejo alguno en la bahía palmesana con el fabuloso yate Fortuna, un regalo del rey Fahd de Arabia Saudí. La infanta Pilar se cabreó porque su hermano no hizo nada para evitar que la casa donde veraneaba fuese demolida por una infracción urbanística, aunque no dejó de acudir a Mallorca ya que se compró un chalet en el municipio de Calviá.
Pero ni don Juan ni doña Pilar ni doña Margarita –que veraneaba en Portugal–, ni sus hijos, salían en las célebres fotos de las escaleras de Marivent, donde la familia real posaba con los huéspedes insignes que cada año los visitaban: desde una lady Di empeñada en taparse las piernas con un feo vestido de rayas –y que después comentó que el rey había intentado ligar con ella–, hasta Harald y Sonia de Noruega, Fabiola y Balduino de Bélgica, Beatriz y Klaus de Holanda, pasando por los inevitables Grecia y su numerosa prole. Los reyes de España estaban de moda, se los veía como una pareja moderna, de gran fuerza icónica, aunque casi nadie conocía entonces las tormentas que agitaban su matrimonio. En el álbum de las vacaciones reales también debemos colocar las fotos en las que los españoles pudimos seguir los ligues adolescentes de las infantas con algún compañero de regatas –el atractivo Fernando León, por ejemplo– o el primer amor de don Felipe. La imagen del príncipe con una voluptuosa Isabel Sartorius en la cubierta de la lancha Njao luciendo espectacular anatomía y sonrisa enamorada, le reportaron al fotógrafo 15 millones de pesetas.
La decisión del Govern balear de potenciar el veraneo real resultó ser todo un acierto. En aquellos años de esplendor todos querían ir a Mallorca: Mario Conde con el barco más grande del puerto; Alicia Koplowitz, que empezó a sospechar aquí que su marido tenía algo más que una aventura con Marta Chávarri; Tita Cervera empeñada en comprar, en vano, el palacio vecino a Marivent; y toda la aristocracia, en fin, del lujo y del dinero. Lo que se llamó ‘la corte de Palma’. El rey, bronceado, sexy, atlético, elegante, luciendo carillas y el postizo que le arreglaba Iranzo todas las semanas, era no solo el rey de España, sino el rey del mundo. Como me dijo un amigo suyo entonces: “¡Se le ofrecían todas! ¿Que con cuántas estuvo? ¡Yo qué sé! ¡Mil quinientas!”.
Los últimos años, sin embargo, esas imágenes espectaculares e idílicas se han hecho añicos. Cristina y Elena han sido expulsadas del paraíso: la una por sus oscuros manejos económicos y la otra por solidaridad con su hermana. A Letizia no le gusta Mallorca y procura pasar menos días cada verano. Leonor y Sofía no tienen ningún arraigo en la isla. Y don Juan Carlos, separado de hecho de doña Sofía, ha preferido dejar el inmenso palacio de 9.000 metros cuadrados, esculturas de Miró en los cuidados jardines franceses, tres edificaciones anexas, piscina y solárium, y decenas de personas de servicio, para el uso y disfrute de su mujer y su cuñada, las únicas habitantes fijas del enorme complejo. Desde el porche donde desayuna cada mañana los productos naturales que le llevan de la huerta, un lugar antes lleno del bullicio de los hijos, los amigos, los invitados, y ahora silencioso y solitario, quizás Sofía añore, como Hemingway, aquellos tiempos en los que eran pobres y felices… O no.