En otra ocasión, comimos en el Auditorio y me tocó sentarme al lado de la princesa Ana de Inglaterra, que era la presidenta de su federación hípica. Vestida como una medio monja exclaustrada, con un moñete de institutriz, no me dirigió ni una mirada en toda la comida. Acabamos, nos levantamos… No, ella no… Se quedó sentada moviéndose de forma extraña, hasta que, al final, me dirigió una mirada de socorro. Se le había perdido un zapato debajo de la mesa. Me puse a cuatro patas, lo encontré a varios metros y ella me tendió su pie deformado por los juanetes, provisto de un ‘pikis’ no muy limpio, y se lo puse como si ella fuera la Cenicienta y yo, el príncipe. A partir de ahí, cada vez que me la encontraba, me mostraba el pie y yo levantaba el pulgar guiñándole un ojo, ante el natural desconcierto de todos mis compañeros.
¡Los compañeros! La competencia era seria y, aunque nos amábamos, éramos capaces de descuartizarnos para conseguir una buena exclusiva. ¡Schwarzenegger está comiendo en la Barceloneta! ¡Michael Douglas en el Tibidabo! Corre, corre, que aún puedes enterarte de algo, qué comieron, con quién, cuánto medían… (ambos son bajitos).
En el hotel se alojaba la familia Alba al completo: Cayetana, sus hijos y Jesús Aguirre, al que nadie hacía caso, ni siquiera le dirigían la palabra, y se quedaba mustio y solo tomando café conmigo y me mentía como un bellaco: “Hoy me ha estado llamando todo el día Vázquez Montalbán para que fuera a comer con él. Juan Marsé está empeñado en enseñarme Barcelona”. Tímidamente, le propuse que viniera al programa y, ante mi sorpresa, aceptó entusiasmado. Lo metí en un coche de producción y lo llevé a los estudios de Sant Cugat.
Entre Moisés Rodríguez y yo lo entretuvimos en la sala vip mientras iban desfilando los otros invitados del programa, Paquito Clavel y la vedette Regina Do Santos con un escotazo impresionante. Jugaban al billar y aquello era un alboroto sicalíptico con continuas alusiones a las bolas de Regina y las bolas de Paquito. El duque de Alba iba empalideciendo y temimos que huyera a uña de caballo. Pero salió al plató y se dirigió a Inka con una de sus retorcidas sonrisas: “Espero que no me invite a jugar al billar. Me he dejado las bolas en el palacio de Liria”. ¡Madre mía la que se armó! ¡Esa noche ganamos a Julia Otero!
Aunque quizás la petición más extraña me vino del propietario del hotel Ritz de Barcelona, mi amigo Antonio Parés: “Oye, Pilar, que me dice el rey de Togo que nunca se sienta en una silla corriente, que quiere un trono. ¿De dónde diablos saco yo un trono?”. Llamamos al Ayuntamiento, a Casa Real y no, don Juan Carlos y doña Sofía no usaban tronos. Hasta que, al final, se me ocurrió. ¡Solo hay unos reyes que se sienten en tronos! Llamamos a unos grandes almacenes, pedimos el trono de los reyes magos y lo enviaron al hotel. El rey de Togo se quedó tan contento y Parés tan agradecido, que me ofreció su suite romana para que pasara un fin de semana… ¡Ya lo contaré algún día!