Se ha muerto Calitín, el perrito de Eugenia Martínez de Irujo, y ya descansa en el cementerio de animales de Liria. ¿Cómo, qué, dirán ustedes? Me retrotraigo a treinta años atrás… Una mañana de niebla en el palacio de la calle de la Princesa de Madrid… “Ven, Pilar, que te voy a enseñar algo que te gustará”. Cayetana, caminando de puntillas para no mojar el borde de su falda de zíngara en el césped húmedo, me condujo a la parte trasera de su casa, un lugar vallado, pequeños ataúdes de mármol, lápidas diminutas. Sorprendida, pregunté: “¿No serán…?”. Ella descartó mi descabellada idea con un gesto: “Es nuestro cementerio de animales. Hay más de cincuenta. Aquí están todos los perros y gatos que hemos tenido en casa”. Me señaló un mausoleo sencillo, que llevaba grabada la leyenda ‘Jacobo I, la buena persona’. “Lo empezó mi padre, no podía aceptar que sus dachshunds –esos perros que llamamos ‘salchicha’–, a los que quería tanto que bautizaba con su propio nombre, Jacobo, al morir fueran a parar a la basura. Jacobo II estuvo en mi boda y hasta se hizo pipí en la cola de mi traje, pero no lo reñimos”. Cayetana era así, te desarmaba con su naturalidad y, en aquel ambiente tan entrañable, era como una ninfa de los bosques. “Mira, ese fue Pammy, uno de mis primeros perros. Esta era la perrita de la reina doña Victoria, Jolly. Cuando murió, me la quedé yo…”. Me acerqué a descifrar las palabras grabadas sobre otras lápidas: ‘Kikota, el cascarrabias’, ‘Jazmín, la perrita que canta’, ‘Drin, el guapetón’… La duquesa de Alba proseguía con su voz de niña Tana: “A papá le gustaban tanto, que del refugio de Carabanchel sacó a un perro vagabundo, Peluzón, que acompañó a los infantes al exilio. ¡Le ponían gafas para ir en coche!”. Mientras hablaba, se inclinaba arrancando una hierba, arreglando unas flores… “Cuando la Legión Cóndor bombardeó Madrid, a papá no le preocupaban las obras de arte, sino los animales que habían quedado aquí… Mataron a mi caballito Tommy, porque estaba en el jardín comiendo hierba”. Y mientas me señalaba el lugar, se secaba una lágrima rabiosa, y yo no sé si lloraba por su padre, su caballito o por la niña Tana.