Habían pasado dos meses de la boda de Felipe e Isabel, ¡una locura, según todos los asistentes! Fue el despliegue de joyas más impresionante del siglo, las cajas fuertes de los bancos se abrieron por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial. Las mujeres no iban con diademas, sino con casquetes enteros de brillantes. Una duquesa lucía un turbante de perlas grandes como cerezas que se balanceaban tanto que alguna cayó y se perdió entre los bancos de la abadía de Westminster. Otra llevaba un yelmo guerrero cubierto de esmeraldas. Como no sabían de qué manera exhibir tantas piedras preciosas, portaban gruesos cinturones de zafiros, tobilleras de turquesas, tiras de esmeraldas que caían por los hombros como capas... ¡Las indias deslumbraban con petos de rubíes y diamantes y los brazos envueltos en zafiros desde los hombros hasta las muñecas!
Sus primeras indiscreciones
Pero dos meses después de la ceremonia, un solitario Felipe de Edimburgo, exhausto y agotado, se había refugiado con unos amigos en Mónaco. Tenía grandes ojeras, arrugas prematuras para sus 26 años y, mientras bebía una copa de ginebra en la terraza del apartamento de su primo, el duque de Milford Haven, confesaba con desaliento: “David, no puedo más”. El primo señalaba con delicadeza: “Claro, las responsabilidades...”, a lo que Felipe cortó bruscamente: “No, el problema es el desmesurado apetito sexual de Isabel. Vive Dios que no soy ningún mojigato y que ella era virgen, pero le ha cogido gusto a la cosa ¡y no puedo sacarla de mi cama!, ¡no aguanto más!”. Fue el propio primo quien delató a Felipe en Buckingham: “Hay que cortar esos comentarios de raíz, no puede explicar a todo el mundo que la futura reina de Inglaterra es una princesita cachonda obsesionada con el sexo”.
Las impertinencias del duque
Esa escapada a la Costa Azul no fue la única. De hecho, una parte del año el duque la pasaba viajando con la excusa del deporte, bien a Argentina –donde al parecer tenía una amante, una señora viuda de la alta sociedad–, bien a México, donde lo acogían los brazos amorosos de la actriz multimillonaria Merle Oberon. Se habla de tres hijos naturales: uno argentino, otro mexicano y el tercero inglés. Y, como suele pasar casi siempre con los hombres públicos, se le atribuyen tendencias homosexuales, tanto en el colegio como en la Armada y también con su secretario, gay reconocido. Le atraía el mundo de Hollywood a diferencia de su mujer, que lo despreciaba y se negó a acudir a la boda de Grace Kelly con Rainiero de Mónaco porque habría “demasiadas actrices”. Quizá sabía que a su marido se le atribuían también romances con Marilyn Monroe e incluso con Brigitte Bardot. Romances que no salían en la prensa de su país, que sí se hacía eco con benevolencia de las meteduras de pata del duque. “Las inglesas no saben cocinar”, dijo delante de un grupo de amas de casa británicas, y en un viaje a Ámsterdam comentó que las holandesas tenían “cara de culo”. En Canadá confesó: “Como comprenderán, no venimos a este país por gusto, sino por obligación”. En Perú le entregó un libro sobre los incas que le acababan de regalar a su ayudante: “No hace falta que me lo devuelvas porque no lo voy a leer jamás”. En Escocia le preguntó a un profesor de autoescuela cómo se las arreglaba para que sus alumnos no estuvieran borrachos en el momento del examen. También despreciaba a miembros de su propia familia: a los duques de Kent, que vendían réplicas de objetos de la casa de Windsor, los llamaba “Ali Babá y los cuarenta ladrones”. La reina lo perdonaba porque lo amaba con locura... hasta cierto punto. En una ocasión en que posaban para un retrato oficial, el fotógrafo indicó su lugar a “la reina, el duque y los perros”. El duque protestó: “Pero solo UN maldito corgi, Isabel”. La reina no dijo nada, pero el resultado fue que apareció en la foto con sus 14 corgis... pero sin el duque.