Hace diez años que el mundo es más feo porque hace diez años se murió Cayetana, la duquesa de Alba. Se murió en Dueñas, su casa de Sevilla, al lado de los suyos, cogiéndole la mano a su marido Alfonso Díez, “nadie la ha hecho más feliz que él”, acaba de confesar su hijo favorito, Cayetano. Una vez lo escribí, en una de las muchas entrevistas que le hice, que su favorito era Cayetano, y me llamó tan cabreada que apenas se le entendían las palabras, “oye, rectifica, que mis otros hijos se han enfadado con razón y me han echado una bronca horrorosa”. Después me volvió a llamar para pedirme disculpas a su manera, “Pilar, verás, este año no voy a dar entrevistas a nadie pero a ti sí, vente a Liria, va”, y ahí me iba yo con mi magnetofón a cuestas como hice tantas veces desde que la conocí en 1981.
En esa época yo trabajaba en la revista Interviú y durante el verano “cubría” Marbella. Ella era la duquesa más duquesa de todas, pero llevaba el pelo a lo afro, iba descalza y se bañaba desnuda. La llamé para hacerle una entrevista. No se quiso poner al teléfono. La abordé en alguna fiesta, “¿cómo? ¿Me está usted pidiendo que salga en esa revista de desnudos y escándalos? ¿en serio?”. Jesús Aguirre, su marido, se echó a reír despectivamente y con su dedo amarillento de fumador me señaló el pecho: “A usted, nunca”.
“¡Te ha llamado la duquesa de Alba!”
Hasta que un día llegué al Cortijo Blanco, el hotel donde me alojaba, y el recepcionista me gritó lleno de emoción: “¡Te ha llamado la duquesa de Alba!”. “¿Qué?, ¿cómo?”. “Sí, ella misma ¡y tres veces! Que la llames enseguida”. Así lo hice y cuál fue mi sorpresa cuando me dijo con su inigualable voz, que parecía que fuera a romperse, pero no se rompía nunca, “cuando quiera puede venir... Jesús y yo la recibiremos encantados”. Su casa, las Cañas, era como ella, bohemia, natural, salvaje, medio hippie pero muy elegante. Jesús y Cayetana me recibieron en ropa de playa, no dejaron de propinarse arrumacos en todo la tarde, “es que más que marido y mujer somos amantes”, y ella me habló de sus seis hijos “que se casen con quien quieran”, de sus cinco abortos, del rey “lloré cuando subió al trono”, de sus aficiones “me gusta tanto el flamenco que creo que tengo sangre gitana”, de dinero “al contrario de lo que piensa la gente no tenemos liquidez”, me quedé a cenar, no dejaron de besarse entre bocado y bocado y cuando me despedí Cayetana me dijo, “como ya somos amigas, ya podemos tutearnos”.
Llegué al hotel con una sonrisa extasiada en los labios sin entender nada, hasta que una llamada de mi jefe me lo aclaró todo. “Tenemos unas fotos de ella tomando el sol en toples en Ibiza, nos ha pedido que no las publicáramos y se las hemos enviado como obsequio. Supongo que ha querido demostrar así su agradecimiento”. Pero a partir de ahí es verdad que fuimos amigas. Cada vez que esta azarosa vida profesional me llevaba a trabajar a cualquier medio, sabía que mi tarjeta de presentación era una entrevista con la duquesa de Alba. ¿Una revista de esquí? “Cayetana de Alba esquía desde los cuatro años”. ¿Una mensual dedicada al mundo hípico? “A mi caballo más querido lo mataron en la guerra civil”. Cuando la llamé para una revista dedicada al bridge, me confesó “mira, Pilar, no he jugado nunca, pero haré ver que sí para que te den ese trabajo”. ¡Era capaz hasta de mentir por amistad!
También me hice amiga de Jesús y lo llevé incluso a su primer programa de televisión, pero yo veía que a ella ya no le hacía gracia porque la relación entre ambos se había deteriorado. Cuando publiqué uno de sus poemas, dedicado a Cayetana y muy erótico, en el que comparaba los pezones de su mujer a unas aceitunas negras, me llamó “me parece de mal gusto que lo hayas puesto”. Yo protesté porque eso se lo tenía que decir a su marido y me contestó cáusticamente, “ya lo he hecho”.
Coqueta hasta el final
En las entrevistas dejó de hablarme de él, mencionaba mucho a su primer marido y sobre todo a su padre: “Han pasado sesenta años de su muerte y no hay día en que no me acuerde de él”. El último cabreo que cogió conmigo fue cuando publiqué Pasión Imperial, una biografía novelada de Eugenia de Montijo, que era la hermana de su bisabuela y murió en su casa sevillana. No la había leído, pero le habían contado (equivocadamente) que yo escribía que la emperatriz de los franceses era lesbiana. La pillaron en la calle y se bajó del coche para contestar, enfurecida: “Pilar Eyre dice que Eugenia era tortillera y no es verdad, al contrario, ¡era muy puta!”. Ni que decir tiene que el libro se disparó en ventas y le envié un ramo de flores y una carta de agradecimiento. Me llamó entre risas y dijo que al final lo había leído y le había gustado. Los últimos años de su vida ya no la veía, pero teníamos una amiga común, una doctora que la visitó el último verano en su casa de Arbaicenea, en San Sebastián. A pesar de que se quedaba en cama casi todo el día, quería arreglarse y estar guapa, y me contó que sus ojos se inundaban de luz cada vez que aparecía su marido. En noviembre, el 20, hará diez años que se fue. Ese día fue otoño, también en nuestros corazones.