Pilar Eyre

Pilar Eyre

Lola Flores

“El agónico final que Lola Flores ocultó a todos”

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Pilar Eyre

Periodista y escritora

Este año hace treinta que se murió Lola Flores. Llevaba mucho tiempo enferma, aunque casi nadie lo sabía. Tanto que doce años antes la entrevisté en la sala Scala de Barcelona y me cogió la mano para llevársela al pecho, “toca, para que veas que no llevo silicona y todo es mío”, pero en el último segundo dio un quiebro extraño y avanzó el otro pecho. Y es que en el izquierdo ya tenía “el bultito” que habría de llevarla a tumba. 

En esa entrevista se abrió de arriba abajo porque Lola no sabía hablar de otra manera. De su Rosarito, “una belleza, se hará artista de cine, mira, cuando trabaje con Buñuel, que lo hará, porque es muy buena, si tiene que enseñar la parte de arriba, que lo haga, la de abajo no, porque su padre es gitano y se armaría”. Lolita, era “lo mejor del mundo, pero ese señor Paquirri le ha hecho mucho daño y sufre por sus penas de amor... le prometió matrimonio en unas cartas y podríamos obligarle a cumplir, pero yo soy demasiado moderna para hacer esas cosas”.

¡Y cómo se iluminaba su rostro cuando hablaba de su Antoñito!, “a mí me gustaría que fuera abogado o arquitecto, es muy gracioso, me dice ‘odio a Lola Flores y quiero a mamá’, porque a él le gusto con mi bata de boatiné, con mi moñete arriba y sin pintarme, yo me lavo la cara para poder darle besos, todos los besos que puedo, sin parar”. Y le recorría un escalofrío premonitorio y suspiraba: “Tiene demasiada sensibilidad para este perro mundo”. 

Los agujeros de su bolso

No lo parecía con su abrigo de visón marrón, su traje pantalón blanco, todo el joyero puesto y fumando incesantemente, pero esa tarde en Barcelona había recibido una noticia terrible. Su amiga Carmen Caballero la había acompañado a la consulta de un médico. “Su cáncer de pecho avanza imparable y debe meterse en una clínica, operarse y dejar de trabajar”. ¿Operarse? ¿Dejar de trabajar? Y a partir de ahí todo fueron remiendos para no caerse a trozos en el escenario.

Una exhausta Lola se internaba cuando no podía con su alma, se medicaba, le daban quimioterapia y, cuando se creía curada, daba una exclusiva y actuaba de nuevo, a pesar de los consejos de los doctores. Era una espiral demencial de viajes, espectáculos, películas, televisión, series o sino entrevistas pagadas con noticias que casi siempre eran inventadas. Todo sumaba porque ¡tenía tantas bocas que alimentar! ¡Tantos agujeros! ¡Y sus deudas con Hacienda!

Lola Flores

Debía sacar adelante a los suyos como fuera, y los suyos eran muchos, porque poseía una generosidad apabullante: a su “amigo”, el Junco, le compró un apartamento en Sevilla, mantenía a las hijas de Antonio y a varios amigos desvalidos. Llevaba un bolso con dinero y cuando se acababa el día, estaba vacío. Cuando ya no le quedaba más, daba hasta los billetes de lotería que había comprado, “toma, hijo, a ver si te toca algo”. Y al final daba el bolso, “es de cocodrilo de verdad”. 

Sus horas finales

José Luis y Sylianne de Vilallonga vieron cómo se desangraba a chorros en Florida Park y la llevaron a París, a una consulta con el mejor oncólogo del mundo, en el instituto Pasteur. Le dijo que aún había posibilidades de cura, una operación, un tratamiento, unos meses retirada... “¿Meses?” Dijo ella. “¡No puedo!”. Y se fue tal como había entrado, aunque quizás ese doctor le hubiera podido salvar la vida. Lola hizo un último programa de televisión con su hija, gracias a la abnegación de Lolita pudo grabarse, y continuó saliendo al escenario, con los pechos abrasados, ahogándose, hinchada por la cortisona, con enormes bultos, picores y llagas en todo el cuerpo.

Lola Flores y Antonio Flores

Actuó en las Fallas de Valencia e hizo una última visita, genio y figura, al casino de Monte Picayo. Después se metió en casa y dijo, “que nadie venga a verme, no puedo más”. Ya no había dinero, Lolita aportaba todo lo que podía, Lola se miraba en el espejo, sin peluca, con el cuerpo escuálido y gemía, “¡ay, Lolita Flores, para lo que has quedado!”. Se asfixiaba, amaba a sus hijas, pero sus pensamientos eran para su Antoñito, y si no quería irse, a pesar de sus sufrimientos atroces, era por ese niño, para no dejarlo desamparado. Era consciente de la inmensa carga que ponía en los hombros de su hija mayor, porque sus últimas palabras antes de morir fueron para decirle “hay que ver lo que te dejo…”

Poco antes había llamado a su marido y le había suplicado con su voz honda que apenas se entendía: “Te pido perdón por todo el mal que te he hecho”, y Antonio le contestó entre lágrimas: “No me has hecho nada, nada tengo que perdonarte”. 

A las seis de la mañana del día 16 de mayo de 1995 murió en los brazos de su amiga más fiel, Carmen Mateo. Todos lloraban cuando llegó Antoñito gritando “¿dónde está mi madre?” Cuando le dijeron que estaba muerta, pegó un puñetazo en la pared y se rompió la mano, que llevó escayolada hasta su propia muerte. Entró en la habitación de Lola y estuvo horas allí dentro, encerrado, lo oían hablar, gritar, reñir, suplicar, cantar... Silencio. No quiso ir al entierro, ¡empezaba para él su tiempo de descuento! ¡Quince días! Quince días tardó en reunirse con su madre en las praderas celestiales, juntos ya para siempre.