Mario Vaquerizo movía sus brazos largos y tatuados cual molino de viento y el economista Leopoldo Abadía lo escuchaba con gravedad. De qué demonios hablarían, nos preguntábamos en el hotel Gallery, en la comida que Planeta ofrece a sus autores el día de Sant Jordi, ¿de la cotización del yen?, ¿del índice dow jones? Me lo aclara Mario rápidamente, “estamos preparando un proyecto juntos”. Abro una boca del tamaño de la catedral de Burgos, y le pido más detalles, el músico me suelta, misterioso, “solo te diré una palabra: Graceland” y se va raudo y veloz a buscar un paraguas a su furgoneta porque llueve y Alaska y él viajan como los viejos roqueros, en furgoneta, desdeñando las elegantes limusinas en las que solemos desplazarnos los escritores de culto. Mario ha venido a Barcelona a firmar “no un libro, sino una cosita” dice con encantadora modestia acerca de su Vaquerizismos, y ella a actuar en Barts, pero no me lo quito de la cabeza ¡Leopoldo y Mario! ¡Seguiremos investigando!
Eh, señor director, no cierre la página, hay más. Terminamos el día del libro dándonos a la bebida en la fiesta de El Mundo y a los escritores se les suelta la lengua. Casi todos habían estado en la recepción de los reyes y todos me comentan lo mismo: a diferencia de otros años, en los que habló por los codos, Letizia estuvo distante, fría, solo se ocupó del autor mexicano homenajeado (ninguno recordábamos el nombre) y cortó abruptamente todo intento de conversación. No, a mi no me invitaron y aún me pregunto con tristeza por qué.