"El abuelo que mató a sus nietos tras atrincherarse con ellos durante horas"

MAYKA NAVARRO
Mayka Navarro

Periodista especializada en sucesos y en ‘true crime’

José Gálvez Sanjuan, de 72 años, mató a uno de sus nietos de un disparo de escopeta por la espalda y al otro lo asfixió, el pasado 19 de mayo. Apenas dos meses antes, la madre y la abuela de los menores, María José y Fina, murieron cuando el coche que conducía el abuelo se estrelló contra un muro. El hombre no lo superó. “Las he matado yo. Las he matado yo”, cuentan sus conocidos que repetía roto por la culpa. Se aisló, no se relacionaba con nadie y a diario se acercaba en bicicleta hasta el cementerio hasta la tumba de las dos mujeres. La tragedia familiar supuso un enfriamiento hasta la ruptura de las relaciones que el abuelo tenía con Antonio, su yerno, padre de las dos criaturas.

Once horas de tensión

Todo esto sucedió en Huétor Tájar, un pueblo de 10.000 habitantes a 40 kilómetros de Granada, donde ya no cabe más dolor. Ese domingo de mayo, Pepe ‘El Naveros’, como era conocido en la localidad, se encerró con sus nietos en la primera planta de la vivienda que construyó en su día para que convivieran juntas las dos familias. Eran las diez de la noche. Once horas después, el hombre se descerrajó un tiro con su escopeta de caza en la cabeza. Lo hizo en cuanto confirmó que la Guardia Civil iba a irrumpir en la vivienda, tras siete horas de negociaciones en las que el mediador trató de salvar la vida de los pequeños, pero que fracasaron con el peor de los resultados: tres muertos.

Era una familia feliz

Aquel 19 de marzo, los dos nietos viajaban también en el coche siniestrado. Tras el accidente, a Pepe le quitaron el carnet de conducir, pero no el permiso de armas que tenía al día junto a su licencia de cazador. Cada cinco años, como marca la ley, se acercaba hasta el cuartel de la Guardia Civil para la revisión de las escopetas. Hasta su jubilación, fue propietario de la empresa Aridos El Genil. Hasta el día del accidente de coche, la vida de la familia Montero Gálvez transcurría feliz y sin sobresaltos. Antonio, el padre de los niños, trabajaba de administrativo en el instituto de secundaria Américo Castro de Huétor Tájar y María José, la madre, en las oficinas del Servicio Andaluz de Empleo de la población vecina de Loja. Tenían dos hijos. El de 12 años ya estudiaba en el instituto, el mismo en el que trabajaba su padre, y el de 10 aún iba al colegio de San Isidro Labrador. Una familia muy aficionada al deporte y a los que era habitual verles juntos de ruta por los alrededores del pueblo con sus bicicletas. Varias tardes a la semana, Antonio llevaba a sus hijos al conservatorio de Loja para aprender música. 

 

Accidente Huétor Tajar
Medios

Graves daños psicológicos

Pero aquel 19 de marzo, Antonio tenía que cuidar a su madre hospitalizada en Granada, y el abuelo José se ofreció para llevar en coche a los pequeños. Al viaje se apuntaron la madre y la abuela. A mitad de camino, el hombre perdió el conocimiento y el vehículo se empotró contra el muro de hormigón de un túnel. Las dos mujeres fallecieron en el acto y los niños resultaron heridos. De hecho, uno todavía llevaba las piernas escayoladas por las lesiones. El abuelo sobrevivió sin sufrir grandes daños físicos, pero sí psicológicos; y su yerno Antonio había sido incapaz de reincorporarse a su trabajo en el instituto, devastado anímicamente por la pérdida de su mujer. El mundo se le caía encima y había trasladado al abuelo que necesitaba salir de aquella casa y del pueblo con sus hijos porque todo le recordaba a la familia que había tenido y que había perdido con la muerte de su mujer.

Un tiro al aire

Y eso es precisamente lo que el domingo Antonio le contó a su suegro. Que había tomado la decisión firme de mudarse y salir de aquella casa con sus hijos. Los investigadores sostienen la hipótesis de que el abuelo no encajó nada bien la propuesta y la tomó como si su yerno le estuviera haciendo responsable de la muerte de su hija. La idea de no tener cerca a sus nietos le hizo entrar en cólera y empezó a discutir con Antonio. De las palabras casi pasaron a las manos y el hombre mayor fue a buscar una de sus escopetas de caza con la que encañonó a su yerno, que tuvo que salir de la casa ante la furia del abuelo, que llegó a disparar un tiro al aire desde el balcón.

Un dispositivo de élite

Antonio fue el que llamó al 112, pero nunca pensó que la vida de sus hijos estaba en peligro. El hombre temía por su suegro, que en su desesperación, se quitara la vida, y esa fue su preocupación las primeras horas del encierro. La alerta llegó a la Guardia Civil que movilizó a su unidad de élite en situaciones de riesgo. Un grupo de la Unidad Especial de Intervención (UEI) se subió a un helicóptero en su base de la comandancia de Valdemoro, en Madrid, y cruzó la península hasta plantarse en Huétor Tájar, con un mediador en el equipo.

"No les hará daño”

Antonio no se separó del responsable de la Guardia Civil en ningún momento. Les dibujó la disposición de la vivienda unifamiliar y les aseguró que a los niños no se les escuchaba porque seguro que estaba cada uno en su habitación, que estaban justo al fondo de la casa. “La movida y la bronca es conmigo. A los niños no les hará daño”, les aseguró a los guardias civiles, según recogía El Español en una crónica firmada entre otros por Brais Cedeira. El mediador no tardó en entablar conversación con el abuelo. Hablaron durante horas, en las que el especialista utilizó todas las técnicas a su disposición para tratar de que dejara salir a sus nietos de la casa. 

Un final impensable

Utilizaron de hecho a otros familiares y personas de confianza del hombre que también hablaron con él para intentar disuadirle y que abriera la puerta de la casa, entregando el arma. De madrugada, notaron un cambio de actitud en el abuelo. La violencia inicial, el enojo y la actitud intransigente fue variando hasta una posición mucho más empática y conciliadora. De hecho, los guardias civiles estaban convencidos de que la crisis se resolvería favorablemente, incapaces ni de imaginar que en ese momento, al menos uno de los dos niños ya estaba muerto y el otro no tardaría en ser asesinado.

Minutos eternos

“Ahora no puedo seguir hablando que voy a preparar a los niños para ir al colegio”, dijo el abuelo a su interlocutor. Su tono era abatido. Los minutos transcurrieron a partir de esas últimas palabras con una lentitud exasperante para todos los presentes, especialmente para el padre de los niños. En la casa el silencio era descorazonador y el responsable del dispositivo dio la orden de entrar. En ese instante el estruendo de un disparo rompió el silencio y atravesó el corazón de todos los presentes. Antonio se puso las manos en la cabeza, empezando a sospechar lo peor. Los guardias civiles accedieron a la vivienda, empuñando las armas. No había qué hacer. El abuelo yacía en el comedor con la escopeta del calibre 16 todavía entre las dos manos y en la parte trasera de la vivienda yacían los cuerpos de los dos menores. Uno recibió un disparo por la espalda, seguramente al tratar de huir de las intenciones del abuelo. El otro había sido asfixiado. Antonio sufrió un ataque de ansiedad, pero antes, se abalanzó a uno de los guardias civiles y les gritó: “Mátenme, mátenme”. Al cierre de esta crónica, cuatro días después de la tragedia, Antonio permanecía hospitalizado en un centro médico de Granada.