El 31 de agosto de 1997 era domingo y el mundo se despertó con una noticia impactante: Diana de Gales había muerto tras sufrir un accidente de tráfico en París. Tenía 36 años y llevaba ya cinco separada de Carlos de Gales, aunque seguía conservando el título de princesa y, sobre todo, mantenía su gran popularidad que la había convertido en la mujer más famosa del mundo. Lady Di, una denominación que ella aborrecía, cambió para siempre la imagen de las casas reales al convertirse en una estrella y, sobre todo, al desvelar los secretos de una familia que, como todas las de su condición, vivían protegidas por muros de contención en el que las virtudes públicas tapaban los pecados privados.
Diana de Gales era una chica inocente de 19 años, algo simple, que apareció en la vida de Carlos de Gales cuando éste, presionado por su familia, vio en ella la solución a sus problemas: ya que no podía casarse con quien quería, más le valía empezar a querer a quien se presentaba como la princesa ideal: guapa, muy joven, sin pasado, a quien moldear para ejercer en la corte y dar hijos a la corona. Carlos de Gales tenía más de 30 años y ninguna de las muchas novias que había tenido habían pasado el filtro de Buckingham Palace. Para decirlo claro, al príncipe Carlos le gustaban las mujeres con carácter y algo frescas y su familia prefería una chica sumisa y, sobre todo, virgen. No había manera de encontrar una mujer que les gustara a todos hasta que llegó Diana, que encandiló a Carlos con su caída de ojos y a la familia real, con su inocencia.
Desde luego nadie le contó a Diana que Carlos, entre novia y novia, volvía siempre a los brazos de Camila Parker Bowles, una de sus primeras amantes con la que, desde luego, mantenía una intensa relación emocional basada en la dependencia sexual. El Príncipe creyó que podría amar a la dulce Diana en su condición de esposa sumisa y fiel y, al mismo tiempo, seguir aireándose con Camila. No es el primer hombre que lo intenta pero no contaba con que Diana no iba a conformarse y, sobre todo, que no se adaptara a una situación que, bien llevada, hubiera sido beneficiosa para todos.
Se comprende que Diana de Gales no quisiera mantener la mentira de un matrimonio a tres pero no que se dedicara a contar sus miserias a todo periodista que se prestara a escucharla. Su matrimonio fue un error, desde luego, pero la forma en la que ella hizo confidencias a sus periodistas amigos, también. Le pudo la vanidad y la dura realidad de ser la mujer más admirada del mundo, la más querida por los británicos y que, sin embargo, no lograba captar el interés de su marido. Debía haberse separado sin más, sin alimentar las confidencias y sin practicar la guerra sucia.
Su empeño, una vez divorciada, en demostrar al mundo que ella era la más guapa, la más popular y la más solidaria, no tenía otro objetivo que hundir a Carlos y casi lo logró. Sus últimos años fueron de vértigo, de la Ceca a la Meca, enfundada en sus modelitos de Versace en las fiestas más glamorosas o presentándose como abanderada para erradicar las minas antipersona. Su búsqueda desesperada del amor la llevó de brazos de un médico pakistaní al yate del millonario egipcio, Mohamed Al Fayed, que le colocó a su hijo Dodi para lograr un lugar en la sociedad británica que se le negaba a pesar de su fortuna. Diana se dejó querer por los Al Fayed pero creer que se iba a casar con Dodi es una broma, solo quería que la adoraran y la mimaran.
En su huida de todo lo que representaba la familia real británica a Diana le esperaba una columna en el paso subterráneo de la plaza del Alma, en París. El coche que conducía, tras haberse tomado unos tragos en el bar del hotel Ritz, Henri Paul, jefe de seguridad de los Al Fayed, se estrelló cuando huía de los paparazzi que seguían a Diana y Dodi; se acabó la vida de la princesa y empezó su leyenda o eso parecía. Han pasado 18 años desde la muerte de Diana y, aunque no puede decirse que haya sido olvidada, lo cierto es que el impacto de su muerte y el recuerdo de su vida van diluyéndose. Su marido acabó casándose con su amante y sus hijos, las únicas víctimas de la tragedia, crecieron bajo el influjo de los Windsor. Diana de Gales lleva 18 años enterrada en una isla artificial situada en el centro de un lago de la finca de los Spencer, triste y solitaria tumba para una mujer que, con todos sus errores, llenó de luz el escenario de su vida.