Estos son, en razón de un aniversario redondo, unos días en los que la princesa Diana o, al menos, su recuerdo, está presente. El 31 de agosto se cumplen veinte años del accidente que le costó la vida cuando el coche que conducía Henri Paul se estrelló contra una columna en el paso subterráneo del Puente del Alma. Veinte años en los que sus hijos se han convertido en unos hombres que, lógicamente, aún guardan el doloroso recuerdo de una adolescencia huérfana. Guillermo y Enrique son, sin ninguna duda, quienes más perdieron con la muerte de la princesa y eso no quiere decir que los demás, según el grado de proximidad, no quedaran tocados, incluido el príncipe Carlos, pero la cruda realidad es que la desaparición de Diana acabo con muchos de los problemas que planteaba su actuación como verso suelto de la Corona británica.
Diana no era la persona adecuada para el puesto al que accedió tras su matrimonio con el príncipe de Gales; no solo por joven e inmadura sino por su personalidad inestable que tenía como único eje sentirse o no querida, no el que la quisieran sino que ella así lo percibiera. Es cierto que era el príncipe Carlos quien tenía la responsabilidad de que el matrimonio funcionara y que, al comprobar, que se había casado con una flor debía haber sido más responsable y haberse sacrificado por la Corona. El heredero de Isabel II, con una infancia complicada falta de amor materno, necesitaba una relación de pareja con una mujer fuerte que hubiera aguantado, incluso, amantes esporádicas, pero acabó casándose con una cuya debilidad acabó transformándose en una fuerza destinada a hundirle. La gracia del asunto es que, con toda seguridad, si Carlos se hubiera casado con Camila ésta hubiera aceptado que su marido tuviera algún lío con jovencitas en flor tipo Diana, finalmente esos asuntos no interferían en las cuestiones importantes, pero pasó al revés y casado con una mujer con la autoestima por los suelos, Carlos se vio abocado al desastre y, lo peor, es que no hizo nada por evitarlo.
El fin del matrimonio de Carlos y Diana se produjo, además, con la intervención directa de los medios de comunicación que airearon el tema principalmente porque fue la propia princesa de Gales la interesada en hacer públicas las miserias para sacar tajada y presentarse como una mártir y a su familia política como los verdugos. Y lo peor, o lo mejor, quién sabe, es que desde aquel momento en las monarquías no se pueden guardar secretos y ya se sabe que su pervivencia durante siglos estuvo ligada al misterio. Otro de los legados de Diana se dejó ver en la elección matrimonial de la mayor parte de los príncipes herederos. Carlos, por edad, fue el primero en casarse y el primero en fracasar y eso paralizó a los herederos de España, Bélgica, Holanda, Noruega y Dinamarca que estuvieron años bloqueados a sabiendas de que una decisión matrimonial equivocada los podía llevar también al desastre. Al final, todos optaron por mujeres profesionales y plebeyas, (excepto Matilde de Bélgica, de familia aristocrática aunque venida a menos) y llenaron las cortes de mujeres que reinventaron la forma de ejercer su papel en una combinación extraña entre el trabajo de una funcionaria del estado y una celebridad. Todo se lo debemos, aunque no lo parezca, a la pobre lady Di que murió sin saber todo lo que su corta vida había influido en la historia de su país y en la del resto de las monarquías.