En veinte años, la infanta Cristina ha pasado de representar la imagen más moderna de la monarquía española a quedar marcada con la letra escarlata. Tocada y casi hundida, condenada al ostracismo por su familia y apartada socialmente, lo de menos, aunque no lo parezca, es la hora que pasó ante el tribunal escuchando las preguntas insidiosas de la abogada de Manos Limpias (que no quiso contestar entre otras cosas porque ya encerraban las respuestas dirigidas a inculparla) y las preguntas obsequiosas de su abogado defensor. Lo peor es que su declaración en Palma sea quizá la última imagen de su trayectoria pública.
Un detalle que marcó el interrogatorio fue la corrección que la propia infanta tuvo que hacerle a su letrado Pau Molins, después de que éste formulara una pregunta de modo diferente a como la habían preparado. Se confirmó entonces el aforismo que dice que “en la vida cuando te sabes las respuestas, te cambian las preguntas”.
Ese momento resume, en realidad, lo que le ha pasado a la infanta. Cuando conocía a fondo su papel como miembro activo de la familia real y, además, contaba con el respaldo de la Corona, se cruzó en su camino Iñaki Urdangarin y le cambiaron los esquemas. El quiso valerse por sí mismo y mantener a su familia con su trabajo sin ser consciente de que cualquiera que hubiera sido su actividad, habría estado condicionada por su condición de infante consorte. Aunque hubiera sido un cantante de éxito debía haber evitado ser contratado por los ayuntamientos. En realidad, las personas que acceden por matrimonio a una familia real deberían olvidarse de sus actividades pasadas o, de lo contrario, que sean los consortes reales quienes abandonen para siempre su posición. Los Urdangarin Borbón se quedaron con lo mejor de los dos mundos y han acabado en el banquillo, pero ni son tan culpables como se les intenta presentar, ni tan inocentes como ellos quieren aparentar.
En realidad su pecado fue que Iñaki se movía como miembro de la familia real, mientras Cristina creía que ser solo la mujer de un ex jugador de balonmano que luchaba rentabilizar sus conocimientos en el mundo de los deportes. Ninguno de los dos estuvo en su sitio y los dos, además, tuvieron mala suerte. Ella, porque los que consideraba sus asesores y personas de confianza, entre ellas el nombrado Carlos García Revenga, no supieron o no quisieron ejercer de malos y jamás, o muy pocas veces, le llevaron la contraria. Obnubilados por su cercanía con la realeza no querían perder su posición en la corte. En el caso de Urdangarin, cabría preguntarse por su capacidad a la hora de elegir socios y asesores, teniendo como tenía la oportunidad de haber consultado a los mejores expertos para conseguir su meta de tener una actividad profesional que le llenara el alma y los bolsillos, acabó juntándose con Diego Torres y sus cuñados.
Que Torres se rodeara de los hermanos Tejeiro ya debía de haber levantado las sospechas de Urdangarin y de quienes le querían bien porque también era casualidad que estuvieran tan unidos y que ellos mismos se promocionaran como los mejores en sus respectivas materias. Juntos levantaron una estructura que acabó enredándolos a todos, aunque ahora, en el juicio, se acusen los unos a los otros. Un timo de la estampita modernizado en el que tan timador es el que organiza la trama como el que quiere aprovecharse del presunto inocente que cree que sus billetes son estampitas.
Iñaki Urdangarin y la infanta Cristina no hicieron bien el casting para elegir a los que debían velar por sus intereses, ciertamente, pero también se puede aplicar la frase que los partidarios del torero mexicano Carlos Arruza dedicaban al español Manuel Rodríguez, Manolete: “si no sabes torear pa’qué te metes”.