Digo adiós a una época vibrante en la que el trabajo no me dejaba tiempo para pensar. Vivía encadenando audiencias millonarias, instalado en una ola frenética de sensaciones que me zarandeaba con fuerza de una emoción a otra. Era todo tan excitante que no echaba en falta parar para reflexionar sobre todo lo que sucedía a mi alrededor. Aprovechaba el tiempo libre para descansar y montarme de nuevo en ese carrusel endiablado. Fueron años tan divertidos como apasionantes. Me bebí la vida a borbotones. Pero ya todo eso pasó y no lo echo de menos. No quiero volver ahí. Ya estuve.
Dejo atrás de manera consciente una época en la que he ido enlazando proyecto profesional tras otro porque necesitaba esa adrenalina que ofrece un reto para seguir levantándome por las mañanas. No sabía vivir de otra manera. Durante muchos años la vida ha sido para mí solo eso: sentir de manera extrema. He gozado tanto con lo que me ofrecía el ámbito profesional que no le he prestado atención a otros aspectos de mi vida. De nada sirven los lamentos ni tampoco los permitiría porque lo que he vivido está al alcance de pocos mortales. Pero se acabó lo de compaginar televisión con una obra de teatro y arañarle tiempo a los días y las noches para escribir un libro. Ya sé el gustito que genera levantarte con audiencias estratosféricas. Conozco la incomparable sensación que te produce la ovación de un teatro abarrotado. Pero ahora que no tengo ni lo uno ni lo otro me resulta muy tranquilizador pensar que no lo echo de menos. Porque ya pasó y a lo mejor no vuelve a producirse. Y no pasa nada porque además son emociones tan efímeras como adictivas. Vives para repetirlas y raras veces te conformas con lo que consigues. Siempre quieres un poquito más. Sin embargo para mí vivir tiene mucho más que ver ahora con todas aquellas cosas que damos demasiadas veces por supuestas: despertarse por las mañanas, poder hablar con tu madre, disfrutar de charlas reparadoras con un café y pasear siendo consciente de lo maravilloso que es disfrutar el camino. Al final decido no ir al bar donde me dio el ictus. Para qué. Ese “yo” murió ahí y nunca me ha apasionado visitar cementerios. Aunque estén ubicados en un bar, que es uno de los lugares que más amo en el mundo.