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En mi casa nunca ha bebido nadie. Mi padre era de Bitter Kas sin alcohol –no sé si lo habría con–. Y cuando venían visitas a almorzar se abría una botella de vino de manera excepcional. Yo no hice botellón en mi vida. Es más: aún viviendo en un barrio tan complicado como San Roque, jamás vi que los chavales de trece o catorce años bebieran. A lo sumo, un cigarro, cigarro a secas, y eso ya estaba muy mal visto.