El viernes por la noche fallece mi tía Flora, la única hermana viva que le quedaba a mi madre. La otra, mi tía Gloria, murió hace demasiados años, demasiado joven. Hablo con mi madre y le consuela saber que no ha sufrido. No tiene muchas más ganas de conversación, cuelga pronto el teléfono con la excusa de que tiene que sacar a la calle a su perrita. La entiendo. Cuando una muerte cercana aparece en tu vida te apetece ampararte en el silencio, quizá porque así es más fácil conectar con los recuerdos que deja la persona que se ha ido. Hablo con A., un chico de veinticinco años que perdió a su madre cinco años atrás. Me explica que no le tiene miedo a la muerte porque sabe que entonces se encontrará con su madre. A lo que le tiene miedo, confiesa, es a saber cómo se producirá el tránsito. Creo que a mí me pasa lo mismo. Me inquieta saber si seré consciente de que me voy a ir porque una enfermedad así me lo anunciará. Si entre el tiempo que me lo comuniquen y la marcha viviré con angustia. Una de las cosas que más me preocupa es que cuando llegue ese momento pueda vivirlo con el mínimo temor posible. E incluso con una placentera sensación cercana a la curiosidad, fabulando con qué viene después. Solo saber que voy a dedicar parte de mis esfuerzos a prepararme para cuando llegue el momento me tranquiliza. No quiero que uno de los hechos más trascendentales de mi vida me pille sin saberme el texto.