El viernes me meto en la cama a las diez de la noche con un libro. Al rato, hablo con F., un muchacho de 21 años con el que me escribo por IG. Es uno de los chicos más espectaculares que he visto en mi vida. Paso muchos ratos escudriñando sus fotos, recreándome en todas y cada una de las partes de su cuerpo. Me cuenta que esta noche no sale porque se está reservando para un fiestón que se celebra una vez al mes en Madrid y que es un auténtico despiporre. Yo a su edad salía muy poco. Vivía en Badalona con mis padres, me quedaba un año para acabar la carrera, y creo recordar que no sentaba muy bien en casa que llegara tarde. Aunque esto me daba igual, la verdad. Prefería lidiar con el cabreo de mi padre y disfrutar de la noche.
Porque seamos sinceros: a mí el trabajo me ha salvado la vida. Creo que una de las razones por las que trabajo tanto es porque así no salgo. La noche me ha gustado de siempre. Los bares, las discotecas e incluso los afters han sido para mí durante muchísimos años lugares santos. Me gustaba salir, beber, bailar, perder el control, llegar a casa del revés –a poder ser acompañado– y disfrutar la resaca de los domingos tirado en el sofá.
Me pregunta F. si echo de menos esa vida y le respondo con sinceridad que no. Me gusta salir de vez en cuando, pero ya no me lo paso bien. Y no porque la noche ya no es lo que era –ese es un argumento de abuelo cebolleta– sino porque tener que madrugar al día siguiente me convierte en un muermo. La culpa es mía, no de los otros. Aunque como de naturaleza soy “inasequible al desaliento” estoy dispuesto a cambiar de opinión. Estos inesperados días de sol me han puesto el cuerpo y el alma cachonda. Calles de España, cuidado: la bestia está empezando a despertarse. Tras un invierno que se ha me hecho durísimo, mi cuerpo empieza a darse cuenta de que la primavera está a la vuelta de la esquina. Que tiemble F. y todos los ‘Efes’ del mundo. Estoy dispuesto a perder el oremus por una sonrisa o una caída de ojos a ritmo lento. El que avisa no es traidor.