Ochenta y cinco años acaba de cumplir mi madre. El veintitrés de diciembre. Tengo mucha suerte de que me haya tocado alguien como ella. A veces, cuando escucho a algún amigo o conocido hablar de la suya pienso: “De buena me he librado”. Porque hay madres muy pesadas. Que se pasan la vida entera entre reproches y quejas. Que disfrutan echándote en cara que no vayas a verlas. Que desde que se levantan hasta que se acuestan se encargan de hacerte saber de cien mil maneras posibles que no eres el hijo que hubieran querido.
Menos mal que mi madre no es así. Me gusta la relación que tengo con ella. Con muchos sobreentendidos y algún que otro silencio. No ha sido nunca una madre atosigante. Tiene la capacidad de hacernos saber tanto a mis hermanas y a mí que nos quiere sin necesidad de decírnoslo. Con un gesto. Con una mirada. Con una llamada telefónica para hablar de cualquier cosa.
Si echo la vista atrás, uno de los recuerdos más bonitos que tengo junto a ella tiene que ver con mi infancia. Con esos anocheceres en los que zurcía bajo la luz del flexo y yo acababa mis deberes, porque en la E.G.B. ponían muchísimos. Muchas veces se unía la señora Encarna, la vecina del octavo segunda, que venía a contarle a mi madre lo infeliz que era con su marido. Tengo mucha escuela en el mundo de los testimonios. Vivir en un bloque en los años ochenta dan mucho callo. Yo creo que ni madre ni yo articulábamos palabra. La señora Encarna hablaba y hablaba siempre de lo mismo y nosotros escuchábamos sin rechistar.
Creo recordar que mi madre intervenía alguna vez para aconsejarle que no fuera tan estricta con su marido, el señor Torcuato, pero la señora Encarna se dejaba aconsejar entre cero y nada. Las peleas entre los dos eran apoteósicas. Tanto, que cuando hubo un ligero temblor de tierra en Badalona pensé que tenía más que ver con los vaivenes sentimentales del matrimonio que con los designios de la Madre Tierra.
Navidades en Guatemala
De adolescente gozaba quedándome en casa y saltándome las clases de B.U.P. en el colegio del Opus Dei. Me encantaba cuando me ponía malo –la mayoría de veces exageraba y tampoco estaba tan mal– y mi madre llamaba para comunicar que no iba a ir: “Hola, soy la mamá de Jorge Javier”. Y entonces soltaba que no me encontraba bien. Yo le decía que no se preocupara, que adelantaba trabajo en casa. No era verdad, claro. O no del todo. La de mañanas que he pasado viendo el programa de Jesús Hermida en la tele con mi madre remoloneando por la casa. Los recuerdos domésticos, cuando son buenos, son oasis de felicidad al baño maría. Mantitas para el corazón. Qué cursilada acabo de escribir pero qué queréis, estamos en plenas fiestas navideñas.
Y precisamente aquí quería llegar. Una de las cosas que más le agradezco a mi madre es que no ponga caras largas cuando le digo que no voy a ir a Badalona durante estas fechas. Empecé a coger la costumbre cuando estaba de novio con P. Nunca me lo echó en cara, jamás me lo recriminó. Esta es la ventaja de vivir en un hogar aconfesional y laico (no sé si basta con decir solo alguna de las dos cosas pero pongo las dos porque suena más rimbombante). Tampoco trabajamos el complejo de culpa porque es un coñazo máximo. Gracias a eso vivimos como dios. P. y yo aprovechábamos las fiestas para poner tierra de por medio y las Navidades dejaron de ser esas fiestas que producen tanta ansiedad para convertirse en unos días que esperábamos con ansia para disfrutar de unos viajes que para nosotros se quedan.
Seguimos viajando juntos. Este año hemos pasado las Navidades en Guatemala y ha sido un viaje impactante. Qué emoción vivir en Chichicastenango la celebración del solsticio de invierno. Qué gentío en el mercado, qué ataque de risa cuando sentía los empujones de las señoras para abrirse paso. Hay viajes que llegan en el momento preciso de tu vida porque te sientes más preparado para asimilar lo que vas a ver, lo que te van a contar. Este ha sido uno de ellos. Escuchar de primera mano los estragos causados por una guerra civil que duró más de cuarenta años –finalizó en 1996– ha resultado estremecedor.
Nuestro propio guía, de cuarenta y siete años, nos explicó cómo a sus ocho años llegaron miembros del ejército a las seis de la mañana a su casa, cuando la familia entera estaba desayunando, y se llevaron a su padre. Lo mataron al día siguiente por error. Creyeron que colaboraba con la guerrilla. La historia la ha descubierto hace escasamente cuatro meses. Guatemala tiene una historia tan triste como desgarradora. Después de visitar el país y conocerlo un poco más cuesta aceptar que haya pueblos que han sido tratados con tanta violencia. Cuánto sufrimiento, cuánta crueldad. Y sin embargo siguen adelante porque la vida, aunque a veces mate, acaba por imponerse.
Me llegan ecos de peleas de nuestros políticos en España. Lo normal, lo de siempre. Si fueran más conscientes de que la paz hay que mimarla no se enzarzarían en discusiones tan estériles. Están tensando la cuerda demasiado. El día que se rompan vendrán las lamentaciones y se preguntarán cómo ha podido suceder.
Escribo estas líneas en el aeropuerto de Flores. Esta mañana hemos visitado las ruinas mayas de Tikal. Hemos tenido la suerte de verlas casi sin gente porque el avión que tenía que traer a los grupos para hacer la visita no ha podido salir por culpa de la neblina. Impactantes las ruinas. Y muy impactante todo el recorrido por Guatemala. El lunes treinta vuelvo a casa. Ya toca achuchar a los perros. Echo de menos a Luna, que duerme conmigo en la cama siempre y cuando no esté P. Menuda chaquetera. Cuando está él, por mucho que la llame mira al horizonte como quien oye llover. Me ha salido una perra poliamorosa.