Escribo estas líneas en un ferry que nos lleva de Moorea a Tahití. No sé cuántos días llevamos aquí aunque da la impresión de que muchos más de los que en realidad son. Con el cambio horario –once horas de diferencia- nos levantamos a las cinco y media de la mañana y a las ocho de la tarde debemos luchar contra impertinentes cabezadas de sueño. La belleza del otro lado del mundo sobrecoge. La sensación de lejanía te provoca una extraña inquietud que se ve acentuada por el espectacular paisaje que te rodea. Jesús Calleja y su equipo contribuyen a que el viaje esté resultando una experiencia enriquecedora. Si P. y yo hubiéramos venido por nuestra cuenta dudo que hubiésemos traspasado las puertas del hotel de turno. Pero Calleja me está destrozando los esquemas.
El primer día, para abrir boca, me llevó a almorzar a un merendero –le hizo mucha gracia la palabra- de una isla diminuta. Después de ser literalmente devorados por mosquitos nos dirigimos con una barquita a una zona del mar en la que me invita a hacer snorkel. El resultado ya se verá en el programa, pero sólo puedo decir que acaricié rayas y que en un determinado momento me vi rodeado por más de veinte tiburones.