Son las once menos cuarto de la mañana del jueves y estoy escribiendo desde la cama. Necesitaba sentirme vago. Desde que llegamos el domingo por la tarde no hemos hecho más que pasear Manhattan de arriba a abajo y estamos los dos extenuados, como si hubiéramos hecho la carrera de San Silvestre o el Camino de Santiago. No me gustaría vivir en Nueva York pero disfrutarla como turista es un regalo. Paseas y todo te sorprende: una calle, un rascacielos, Times Square tan repleto de gente que no cabe un alfiler. Ayer por la noche, volviendo al hotel después de ver un espectáculo de Cirque du Soleil, me hacía gracia ver a la gente que se arrastraba con tanta dificultad como nosotros. Como escocidos. Se notaba que les costaba caminar porque llevaban doce horas haciéndolo. Nueva York agota pero de una manera rica. Estás en el hotel y te sientes mal por no estar yendo a algún sitio. Aquí me acuerdo muchas veces de la letra de un tango de Discépolo que a P. y a mí nos hace mucha gracia: “Vamos, vamos, vamos a ninguna parte”. Así, como de ir, hemos ido a ver ‘Miss Saigon’ y los dos acabamos llorando de la emoción y ayer me planté delante de la casa de Carrie Bradshaw para hacerme la foto de rigor. Pero no estaba.
Ahora P. dice que quiere que caminemos otro montón de horas para no coger peso. En este viaje he caído que repito comportamientos que antes criticaba en mi padre. Cada vez que se duchaba le pedía a mi madre que le preparara la ropa. “¿Qué me pongo, Mari?”. Y ella le dejaba las cosas encima de la cama. P. ya ni me lo pregunta. Me prepara el vestuario y también me lo deja encima de la cama. Soy su recortable. También me parezco a mi padre en otra cosa que antes le criticaba: cuando no estoy trabajando cada vez hablo menos. Me gusta el silencio y no verme obligado a enhebrar conversaciones para rellenarlo. Pese a todo lo que pueda parecer, soy una perla para convivir. No me quejo de nada y todo me da igual. Soy un tamagotchi con un gran corazón.