Nos metemos en la cama en Montevideo a las diez de la noche. Nos levantamos a las dos menos cuarto de la madrugada. Y a las cinco ya estamos volando dirección São Paulo. Calculo que con tanto trajín habremos envejecido unos quince años en menos de veinticuatro horas. São Paulo nos recibe nublado, y la ciudad me parece más caótica de como la recordaba. Vine aquí justo el día después de dar las campanadas con Isabel Pantoja y Kiko Rivera. Nada más llegar, me fui yo solo de marcha a un local gay y me acosté a las tantas de la madrugada. Al día siguiente, cuando me enteré de que las campanadas habían batido récord de audiencia en las privadas, llamé a la Pantoja para comentar la noticia. Le conté que la noche antes había estado de juerga, y ella no paraba de decirme: “Ten cuidado, ten cuidado”. Me asombra que una mujer como ella que se ha recorrido medio mundo tenga esos miedos. Pero deduzco que son los temores inevitables de cualquier madre. Probablemente ella haya estado más cerca del peligro –tanto avión, tanto viaje en coche– que sus hijos. Pero el lazo maternal/paternal implica vivir siempre con el ‘ay’ en el cuerpo. Esa es una de las principales razones que me ha tirado para atrás a la hora de ser padre: la incapacidad para lidiar de manera constante con el miedo. A lo que iba: que luego el sol ha aparecido y nos hemos dado unos largos en la piscina. Venimos de la calma mortal de José Ignacio, así que esta noche nos apetece darle unas alegrías al cuerpo en forma de samba. São Paulo tiene poco que visitar. Nada, diría yo. Pero tenemos aquí un colega que nos ha prometido llevarnos a unos sitios de baile, así que voy a cerrar un poco el ojo a ver si recupero fuerzas y, luego, me pongo a ensayar ese “tudo bem?” que me pone tan cachondo.
P.D.: Operación salida abortada. A las nueve de la noche ya estábamos con los ojos cerrados. Hoy es viernes y ojalá nuestro cuerpo lo sepa.