Llegamos P. y yo al aeropuerto y nos cazan unos fotógrafos. No sólo no me molestan sino que después de hacer su trabajo dicen “Muchas gracias”. Así da gusto que te cacen, aunque mucho me temo que no sacarán nada por las fotografías. Afortunadamente, los gays no vendemos mucho en las revistas. Por la parte que me toca, es una suerte. En ese aspecto, las mujeres lo tienen mucho más crudo: se escudriñan sus pasos, se valoran sus estilismos, se siguen y persiguen sus idas y venidas sentimentales. Y además, en un país tan machista como el nuestro, tienen que soportar comentarios terroríficos cuando sus listas de novios comienzan a ser considerable. Un coñazo, vamos. Me hallo sumergido en estos pensamientos cuando P. dice “Menudo jovencito hay ahí detrás. Vaya brazos. Menudos pectorales”. Me giro. Efectivamente, el maromo tiene pinta de buenorro pero engaña. Cuando se acerca, pierde el encanto. O al menos eso le digo yo a P., quizás por envidia o un poquito de despecho. Él me da la razón como a los locos. “Pues mira, voy a tomármelo en serio y me voy a poner como el muchacho ese” le comunico todo ufano. “No te vengas arriba” sentencia él. “Si te pones así, te dejo. No quiero estar pasándolo mal observando cómo te conviertes en un objeto de deseo”. Qué considerado, pienso yo. Consigo mismo, claro. Prefiere que esté hecho una bolita para que nadie tenga la tentación de pedirme ni la hora.