Llego a casa dos semanas antes de lo previsto y me la encuentro totalmente empantanada. Aprovechando que iba a estar fuera un poco más de un mes, iba a pintarla por primera vez desde que estoy aquí instalado. Se ha quedado P. al frente de la aventura y, cuando llego, creo que lo admiro un poco más. No creía que el desorden iba a ser tanto. De normal, doy mucha guerra. Sin miramientos, además. Sin embargo, al traspasar el umbral, opto por aceptar la situación sin decir ni “mu”. Entre el estado de mi casa y mi alma hay un cierto paralelismo: estamos renovándonos y hasta llegar a una mejor versión de nosotros mismos tenemos que vivir por un cierto proceso de destartalamiento. Lo que más me cuesta es estar sin los perros.
La pareja que trabaja en casa se ha llevado a los cinco y no llegan hasta pasado mañana domingo. Llevo cerca de treinta noches soñando con ellos. No hay noche que no lo haga. Antes de llegar a casa pasé a verlos porque se encontraban cerca de donde yo estaba descansando. Soñaba con ese momento, pero al encontrármelos se me cayó el alma a los pies. No me hicieron mucho caso. Igual pensarían: “¿Qué hace usted aquí?, usted que nos dejó abandonados hace más de un mes”. Lima, mi preferida, no puede evitar alegrarse un poco más que los demás, pero al instante recapacita, se da media vuelta y se tumba pasando de mí olímpicamente. De vez en cuando, la pillo mirándome por el rabillo del ojo, pero la conozco: está mosqueada. Me despido de ellos más triste de lo que pensaba.
Qué verano tan raro, ¿verdad? Este número de Lecturas saldrá a la calle la última semana de agosto. Creo que este año agosto ha ido más rápido de lo habitual. Septiembre debería ser agosto de nuevo, ojalá desapareciera el virus para siempre y el país funcionara como si fuera septiembre, dándolo todo. Es decir, que lo que pido es la cuadratura del círculo. Por pedir que no quede.