Durante muchísimos años fue la figura más sagrada de nuestro país. Más, incluso, que un dios. Porque mientras un dios jamás se hizo carne el rey emérito sí. Quizás en exceso. Se hizo carne, se dejó seducir por el mundo y coqueteó demasiado con el demonio. Para mi padre, existían dos figuras intocables: Jordi Pujol y Juan Carlos I. Visto lo visto, parece ser que no tuvo mucho ojo, aunque también es verdad que durante muchísimos años se contaban por legión los que adoraban a estos dos seres que llegaron a ser mitológicos. De Pujol, poco se sabe, y quizá sea mejor. El silencio le favorece. Y del rey emérito, pues decir que se ha ido por la puerta de atrás. A lo mejor, cuando fallezca, los periódicos se llenarán de artículos recordando sus años de gloria. Pero, ahora, da la sensación de que, con su renuncia, muchos se han quitado un peso de encima. Quizás deberíamos hacer examen de conciencia para intentar averiguar por qué hemos llegado hasta aquí. Juan Carlos I no es el único responsable de su debacle. Lo es también aquella sociedad que lo aupó a la categoría de semidiós, que lo protegió en exceso, que le hizo creer que podía hacer lo que se saliera de la peineta en cualquier momento porque todas sus tropelías serían silenciadas. Y el rey emérito cayó en pecados tan humanos como la vanidad, la soberbia, el egocentrismo y el despotismo, poco ilustrado en su caso. Mala cosa que un ser humano no se sienta en la obligación de rendir cuentas a alguien. Ese es el pasaporte perfecto a la debacle. Amante de la juerga y el cachondeo, vivió durante demasiados años a espaldas de un país en crisis. Pero él pensaba que con tener sol y sangría ya podíamos darnos por satisfechos. Sus años de gloria han quedado empañados por demasiadas meteduras de pata. Dicen que es millonario. No sé si quiero saber porqué. Yo lo respetaba pero, para mí, es ahora un monarca con demasiados interrogantes. Es muy pronto para analizar su reinado. Puede que con los años y la perspectiva salga más o menos indemne de un examen riguroso. Entiendo que Carmen Rigalt le haya dedicado su columna con un “Y sin embargo, te quiero”. Yo todavía no he podido llegar a ese punto