Escribo sobre la siempre inquietante mirada ajena y me viene a la cabeza Mónica Naranjo. Yo la imaginaba como la imagen que proyecta sobre un escenario: dura, pétrea, segura de sí misma. Una mujer que, como toda diva que se precie, camina tres palmos y medio por encima del suelo. Se me antojaba una señora etérea, con la mente puesta en majestuosos escenarios y gente a espuertas rindiéndole pleitesía. Qué equivocado estaba.
Quedamos un día para almorzar en Madrid y aparece una chica pizpireta, sencilla y con los pies pegadísimos a la tierra. Ya conoce lo que es el triunfo profesional: lo ha vivido y disfrutado, y esa ya no es su principal ambición. Quiere ser feliz y trabaja para ello porque durante toda su vida se ha dedicado a currar sin descanso y ahora necesita tiempo para mimarse y cuidarse. Veo un par de capítulos de ‘Mónica y el sexo’ –una serie que emitirá Mediaset– y me sorprende, porque me doy cuenta de que, a pesar del callo que tengo en este mundo, todavía tengo mis prejuicios.
Imaginaba a una Mónica Naranjo arrebatadora en lo sexual, y me encuentro con que, tras su separación, está muerta en ese aspecto, que sus lagunas en el terreno sexual son casi tan grandes como las mías. Ella, que está acostumbrada al aplauso de la multitud, cuenta que se sintió muy sola el primer día que llegó a casa de madrugada y no estaba su marido esperándola. Pero, sobre todo, lo que más me acercó a nuestra diva por excelencia es saber que se vuelve loca en una tienda de menaje del hogar, ni en joyerías ni tiendas de ropa de lujo, no. Ella pierde el oremus comprando ollas y cucharas de madera. Tócate las narices.
Pasa el sábado por el ‘Deluxe’ y enamora al personal porque no intenta vendernos ninguna moto. Sabe muy bien quién es y está orgullosa de sí misma. No es para menos. Lleva años trabajándose su interior y se le nota. Qué gusto de entrevista. Qué gusto dar con gente como ella.