Son las siete y cuarto de la tarde, noche cerrada, y caen chuzos de punta. Estoy a más de diez horas de avión de España. No he salido del hotel desde que llegué, hace ya tres días. Estoy tan cansado que solo me apetece perder el tiempo, que es una manera buenísima de disfrutar del verano. Escucho música, leo, me distraigo con Instagram.
Hoy he subido una foto mostrando mi torso. Me la he hecho a primera hora del día en la cama, amparado por el velo de la mosquitera. Mañana pienso subir otra de espaldas, con el culo al aire. Para mí, son travesuras, aunque luego lees algunos comentarios y parece que has cometido un crimen. En estos casos la distancia ayuda mucho, todo se ve con otra perspectiva. Lo que en España te puede llegar a afectar, aquí se convierte en una gilipollez. Creo que si saliéramos más de nosotros mismos, seríamos más permisivos. Pero encerrarnos en los muros de nuestro ‘yo’ nos vuelve agresivos, intolerantes y envidiosos. Todo se cura viajando y leyendo. Y luego está el sentido del humor y la alegría con la que te enfrentes a la vida.
Si hay algo que no me gusta de las redes es que dejan al descubierto la cantidad de amargados que hay sobre la faz de la tierra, aunque también es bueno que salgan a la luz para así tenerlos bien identificados. Como a los franquistas, que parecía que estaban desaparecidos en nuestro país y lo que les pasaba es que estaban esperando que les tocasen un poco las palmas para dar la cara. Antes, los amargados de siempre escondían su resentimiento entre las paredes de sus casas y hacían la vida imposible a sus familiares. Ahora, han encontrado en internet un patio donde orear sus malas entrañas. Cuando publico esas fotos que yo catalogo de ‘travesuras’, hay muchos que me recriminan que dónde voy haciendo esas cosas con la edad que tengo. Qué horror, como si la vida no fuera más divertida cometiendo locuras.
Conste que me gustan jóvenes, pero hoy mientras tomaba el sol he pensado en el dineral que me he gastado en muebles antiguos en el mercado de las pulgas de París. Y entonces, como una premonición, ha pasado delante de mí un señor más de 50 que de 40 que me ha obligado a levantarme de la hamaca y a darle codazos a mi acompañante para que lo disfrutara ella también. En este verano de transición que vivo –sin grandes esperanzas, sin grandes expectativas– creo que algo me está sucediendo. Las grietas del tiempo me están pareciendo tan conmovedoras como atractivas.