Desde hace algún tiempo me siento un poco coartado a la hora de escribir u opinar sobre cualquier tema. Por ejemplo, si escribo que yendo en el AVE me molesta que la gente no ponga el móvil en silencio o atienda llamadas a voz en grito, siempre habrá alguien que me recuerde que en los programas que yo presento los colaboradores chillan muchísimo. O lo que es lo mismo, que no tengo derecho a quejarme trabajando donde trabajo. Si reflexiono sobre las injustas condiciones laborales de los actores en nuestro país, saldrá más de uno dándome la razón para, acto seguido, reprocharme que yo haya tenido la osadía de montar una función, que me haya ido bien y que ya esté pensando en la segunda. Si manifiesto que nuestro país se comporta demasiado a menudo de una manera cruel con los animales, les faltará tiempo a unos cuantos para recordarme que, para maltrato, el que se produce en los programas en los que participo. Y así, hasta el infinito.
Se me ha negado no ya la libertad de expresión, sino la posibilidad de alzar mi voz ante cualquier injusticia, que es una de las máximas aspiraciones de un ser humano concienciado y sensible como yo. Intento resistir la presión, pero a veces no puedo evitar sucumbir y una furtiva lágrima recorre mi redonda faz hasta que aparece un dedo de P. y detiene su curso. P. es mi santo Job particular. Escucha mis lamentos, atiende mis desdichas e intenta hacerme ver que mi vida no es tan triste y oscura. El domingo pasado no tuve más remedio que hacerle caso. Estaba tomando el sol en la piscina de un hotel de Sevilla, escuchando de fondo el repiquetear de los caballos sobre el pavimento y me sentí en la gloria. Se estaba tan a gusto que decidimos alargar la estancia un día más. Qué felicidad pasear un lunes por la mañana por Sevilla sabiendo que la mayoría de tus amigos están en una oficina frente a un ordenador o preparándose una entrevista con Anabel Pantoja para hablar de la boda de su primo.
El miércoles festivo lo rematamos yendo al teatro a ver ‘La piedra oscura’ –si tenéis la suerte de conseguir entradas, no os la perdáis– y el jueves decidimos que el sábado nos largábamos a los Emiratos para disfrutar de unos días de playa y diversión en sus parques de atracciones, que es algo que a P. y a mí nos vuelve locos. Y fíjate que, después de releer este párrafo, entiendo que debo aceptar toda crítica, insulto, humillación o vejación que reciba. Mi trabajo me permite llevar la vida que elijo y solo por eso me parece poco el peaje que tengo que pagar. Así pues, que continúe la fiesta.
Solo me gustaría pedir que las personas que critican con tanta vehemencia le presten más atención a la ortografía. No sé por qué extraña razón la gente que lanza los mayores improperios es la que peor escribe. Y por favor, que no se escuden en que han llevado una vida tan desgraciada que no han podido ir a la escuela. ¡Con la cantidad de programas que circulan por la red para aprender a escribir! Si en vez de perder el tiempo poniendo verde a los demás lo aprovecharan estudiando un poco, estoy seguro de que llegarían a ser académicos de la lengua. Cuidemos nuestros idiomas. Son nuestros mayores tesoros. Es viernes por la tarde y hace sol. Ayer me lo pasé en grande presentando ‘GH17’ y esta noche tengo un ‘Deluxe’ movidito con Las Mellis y Amador. Mañana me largo a la playa. Tenéis razón. A ver quién es el guapo que es capaz de explicarme qué derecho tengo a quejarme con la mierda de vida que llevo.