Domingo por la mañana. Vuelvo a Madrid después de actuar ayer en el Teatro Villamarta de Jerez. Feliz. Abandono Santa Justa escuchando ‘Moonriver’ de Carla Bruni y, ahora, me he puesto un poco de Mozart para hacerme el interesante. Es precioso viajar en el AVE escuchando su música mientras alterno la escritura con mensajes del Tinder y del Grindr, al que he vuelto pero sin mi cara para que no me denuncien por suplantación de identidad por decimocuarta vez.
En cuestiones de ligue hay que ponerse las pilas porque camarón que se duerme, la corriente se lo lleva. Aparte de ser un lince con las aplicaciones, ahora hay que adecuarse al mundo de las mascarillas y los nuevos horarios, que también ha cambiado el rollo de las citas. La semana pasada tuve una con un muchacho. Para cenar. Llego a las nueve y media por culpa del ‘Tomate’. ¡Ay, el ‘Tomate’! Siempre vuelve a mi vida para destrozármela. Sigo. Como llevo una temporada sin beber no me achispo así que me da vergüenza insinuarme o juguetear con la idea de una copa en casa. A las once chapan el restaurante y, cuando sales a la calle, te colocas la mascarilla, así que se evita también el que al darte un beso para despedirte los labios se junten como quien no quiere la cosa. Claro, si en la cena no ha dado tiempo a que haya tonteo y en la calle vamos con el bozal, hay que ser muy decidido para pasar directamente a la cama. Y yo, sin una copa de vino, me cuesta. Esa es mi nueva normalidad. Muchas primeras citas, muchas promesas de meneo, mucho abono. Mucha siembra pero poca recogida. Ahora bien, cuando el campo explote voy a tener que tomarme doble ración de jalea real.