Hoy va de confesiones, de confesiones que a muchos les parecerán frívolas, pero que controlan mi vida de una manera que me disgusta porque me producen tristeza y angustia. Voy a hablar de la insana relación que mantengo con el peso y con mi imagen. Cuando me preguntan sobre el tema, intento echar mano del humor y relativizar, pero la verdad es que es un tema que me hace sufrir. Llevo tantos años luchando contra los kilos que ya ni me acuerdo cuándo se inició la batalla. Ahora estoy en mi mejor momento y eso, en vez de provocarme alegría, hace que mi inquietud aumente, porque me siento obligado a no bajar la guardia, a no relajarme, a no permitirme un exceso porque entiendo que me pasará factura. Y si lo cometo, no quiero ni contar el tiempo que desperdicio luchando contra el complejo de culpa.
Recibo mensajes en mi instagram alabando mi “estilizada figura”. No dudan en preguntarme dónde y de qué me he operado, porque quieren hacer/hacerse lo mismo. El público que viene a los platós me dice: “Qué delgado estás”, y yo me tomo tanto los mensajes como esas palabras no como un halago sino como una advertencia. Para lo que ellos es un piropo para mí es un motivo de alarma porque siempre aparece una amenazadora voz en mi interior que me recuerda que vaya con cuidado, que no me pase, que si me relajo puedo volver a coger los quince kilos que he dejado atrás en año y medio. Cada vez que en plató ponen imágenes mías con esos kilos de más, tengo que apartar la vista. Soy incapaz de verlas, me avergüenzan. Mis compañeros me dicen que debería ser al contrario, que tendría que verlas y sentirme muy satisfecho de lo que he conseguido. Pero no puedo, me superan.
En diciembre, pasé cerca de veinte días fuera de mi casa y, entre otras cosas, aprendí algo importantísimo: que no puedo estar tanto tiempo de vacaciones porque me genera ansiedad no controlar lo que como. Ir a restaurantes día sí día también y estar siempre preguntándome si lo que ingiero me va a engordar y cuánto. Despreciar esa segunda o tercera copa de vino que tanto me apetece. Suplicar que no me enseñen la carta de postres porque caeré y no me lo puedo permitir. Recuerdo que en cada hotel que recalaba pedía una báscula. Pues no la encontré en ninguno. Normal. ¿Quién en su sano juicio va a estar pesándose durante sus días de descanso? ¿Quién no se va a permitir engordar tres o cuatro kilos? Fue casi al final, en Fernando de Noronha (Brasil) cuando encontré una báscula en una farmacia. Fue como hallar un vaso de agua fen medio del desierto.
Le pedí permiso a la dependienta para pesarme con el escueto bañador que llevaba para, así, no tener que ir haciendo malabares con las matemáticas e ir descontando gramos de la camiseta, de las chanclas o del pantalón. A partir de los días siguientes, pasaba por la farmacia con cualquier excusa y aprovechaba para pesarme. No es fácil la relación con tu físico y menos si tu imagen es de dominio público. Estoy convencido de que no tendría estas comeduras de tarro si no trabajara en televisión. En el medio, he dado con gente objetivamente bellísima que vive mortificada por complejos que a los ojos de los demás parecerían una idiotez. Pero para ellos no lo son y, ante la incomprensión de la gente, sufren. Me gustaría saber dónde se aprende a llevarse bien con uno mismo, a comprenderse, a no juzgarse, a perdonarse incluso. En resumidas cuentas, a vivir sin estar continuamente examinándonos. Y si lo hacemos, que sea con nuestros ojos –que ya nos conocen y sabrán entendernos– y no con los de los demás.