Mi hermana Ana dice que nuestra familia es atípica. No sé si tiene razón o no, pero voy a ofreceros un dato para que saquéis vuestras propias conclusiones.
Hemos celebrado las Navidades –todas ellas– el domingo 14 de diciembre. Desde hace tres años, P. y yo decidimos darnos el piro en estas fiestas tan señaladas y entrañables. Así que el domingo 14 P. quedó con su familia en Madrid y yo con la mía en Badalona.
Lo he comprobado con los años: para que la familia sobreviva es fundamental que se vea poco. Paso con la mía cuatro horas: llego a comer a casa de mi madre a la una y me largo a las cinco y media. Ese el tiempo ideal para beber de la manera adecuada, no como esas comidas que se alargan hasta el infinito y el alcohol campa a sus anchas. En ese espacio de tiempo cogemos el puntito necesario para decirnos cuánto nos queremos y hasta hacer planes de futuro.
Aprovecho para hacerme una foto con mi madre y mis hermanas, que utilizan la máscara de la función ‘Cómeme el coco negro’ para ampararse en el anonimato porque no son de las que les guste salir en los papeles. A las cinco y media de la tarde recogemos el chiringuito y rapto a mi madre para que pase una semana conmigo en Madrid. Ahora la tengo a mi lado, en el AVE, resolviendo crucigramas. Felicidad extrema. Aunque al día siguiente, recién levantado, mientras apuro mi primer café con leche me suelta la primera andanada: “Hay que ver, todo el mundo me dice que tenemos los mismos andares. Con la misma chepita y todo”. Me quedo sin habla. ¿Es eso lo que se conoce como amor de madre?