Escribo el domingo por la mañana desde la cama del hotel. Enfrente, la playa de la Concha. Qué vista tan preciosa. Qué luz. Qué maravilla de ciudad. Qué gente tan encantadora. Empieza ya a asomar la nostalgia.Llevo aquí desde el martes por la noche y esta tarde tenemos la última función en el Victoria Eugenia. Nos vamos contentos: hemos sido el espectáculo más visto de todos los que se han programado en verano. Localidades agotadas todos los días y críticas buenísimas. Pero hay que irse, visitar otras ciudades, otros públicos.
Mi familia me ha acompañado estos días y yo no he podido estar más feliz. Nos hemos reído, nos hemos emocionado. Ayer sábado mi madre aprovechó para ir al bingo. Se llevó a mi cuñado, pero él se hartó pronto y la dejó sola. Y yo preocupado. Le dije a mi hermana mayor: “Vete a buscarla, anda, no vaya a pasarle algo”. Al poco rato, vuelve mi hermana y me dice: “Mira, Jorge, cuando he llegado, la he visto rodeada de tres personas que trabajan en el bingo y les estaba diciendo que dónde cobraba los 3.500 euros que le habían tocado. No ha querido venirse conmigo”. La realidad es mucho más cruda, pero más divertida. Nos la cuenta mi madre esta mañana en el desayuno: “No, no, es que ponía 3.500 y llamé al señor para que me diera el dinero. El señor no sabía qué era eso y tuvo que llamar a otro. Total, que al final se juntaron tres personas y me explicaron que eran 3.500 puntos, no euros. Y claro, al convertirlos a monedas, me tocaron 38 euros”. “Pero, mamá, por qué de 3.500 puntos se pasa a 38 euros. No lo acabo de entender”. “Pues claro, Jorge –responde ella muy convencida– porque al pasarlo a moneda son 38 euros”.
No quiero profundizar porque vamos a acabar tarifando. “Pero, al final, cómo te fue la tarde”, indago. “Nada, gané tres euros”, remata. Se acaban de ir. Ahora solo me queda descansar para la última función en Donosti. Vuelvo a dar gracias a la vida por darme tanto.