El viernes por la tarde grabamos el debate final de ‘Supervivientes’. Estos debates, creo que ya lo he contado aquí, los carga el diablo porque los concursantes llegan agotados después de haberse corrido una juerga monumental la noche anterior. Lo normal: después de la final, a ver quién los para. Pero la pandemia, que todo lo cambia, varía también el rasgo característico de estos programas: los concursantes llegan al plató frescos como una rosa porque algunos estaban todavía confinados y los otros no tenían muchos sitios dónde ir.
Curiosamente el programa no transcurre por los derroteros de siempre –resurrección de odios enquistados, broncas interminables y reproches continuados– y transita por el humor y la diversión generalizada. Hugo tontea sin parar con Ivana y lo veo descojonarse con los mamoneos de Avilés. ¡Cuánto gana Hugo cuando se ríe! Se me olvidó decirle que no se juntara tanto con el padre de Adara porque la vida al lado de un resentido es mucho menos vida.
Avilés demuestra que tiene cara y morro para dar y tomar, y Ana María Aldón me conquista por su alegría y desparpajo. Qué sorpresa más agradable me he llevado con ella. No daba un duro por su participación y se ha destapado como una concursante brillante. Me quedo con las ganas de abrazar a Rocío Flores, a la que le he cogido un cariño bien grande. Es graciosa sin ella saberlo, que es la manera más graciosa de ser graciosa.